A pesar de los errores y los despilfarros cometidos, la deuda pública española todavía se sitúa por debajo de la media europea respecto al PIB y también es inferior a la de las grandes economías de la UE. El problema es el ritmo vertiginoso al que crece en relación a tiempos no tan lejanos. Reducir el déficit para que la deuda no nos devore es prioritario, pero a la vez no podemos pararnos y dejar de crecer. Lo esgrimen cada vez más economistas y gobernantes. Tambien, los miles de ciudadanos que participaron en las manifestaciones del 14-N. Pero las huelgas no nos ayudarán a pagar la factura. La innovación, el trabajo y la educación son hoy nuestras únicas armas. Pero para ello hace falta un gran pacto nacional que nos permita salir del atolladero. Todo lo demás es engañarnos a nosotros mismos, aunque pueda resultar un buen negocio para algunos.

España debe cerca de tres billones de euros, casi tres veces el Producto Interior Bruto (PIB), y tiene que pagarlos. Más del 70 por ciento de esa deuda es privada. Fue contraída por empresas y familias que ahora, como consecuencia de la recesión, no pueden hacerle frente porque muchos se han quedado sin negocio o sin empleo. La morosidad se ha disparado a niveles desconocidos y los bancos acumulan solares y casas en sus balances porque sus clientes no pueden seguir amortizando sus créditos e hipotecas.

El resto, cerca del 30 por ciento, es deuda pública, que, aunque inferior a la privada, se ha duplicado desde el inicio de la crisis, debido a la colosal factura del desempleo, la espectacular caída de la recaudación, la escalada de la prima de riesgo y los planes de estímulo que, sin la menor previsión, puso en marcha el Gobierno de Zapatero en los años 2008 y 2009. Sin ir más lejos, el llamado plan E supuso un desembolso de más de 50.000 millones de euros, de los que 46 se gastaron en carteles publicitarios.

España es el país con más paro de toda la OCDE, lo que se traduce en un gasto en prestaciones para quienes no tienen trabajo de entre 30.000 y 35.000 millones de euros al año. Las administraciones públicas habían fiado en gran medida su financiación a la burbuja inmobiliaria. Los fabulosos ingresos que generaba la vivienda por distintos conceptos „IVA, IBI, impuesto de actos jurídicos documentados, recalificaciones de suelo, licencias„ permitieron suprimir tributos, como el del patrimonio, y reducir otros como el IRPF o el impuesto de sociedades. Ahora todo es agua pasada, se acabó lo que se daba, y el agujero resultante asciende a unos 30.000 millones al año, según aseguró la primavera pasada el ministro Montoro.

El pago de los intereses por el dinero que España pide prestado para poder financiarse consume la práctica totalidad del ahorro procedente de los recortes aplicados hasta ahora. En breve, la banca empezará a recibir los 40.000 millones del rescate europeo, vital para que se restablezca el crédito, pero que a la vez provocará efectos perniciosos porque computará como deuda pública.

¿Vamos a poder pagar lo que debemos y mantener los pilares del Estado del Bienestar con huelgas como la del pasado miércoles? Está claro que no. Es compresible que los más castigados por los ajustes exijan responsabilidades a los culpables del desaguisado, que viene de lejos, pero lo que tenemos que cambiar es nuestro concepto de cómo levantar el país para hacerlo más próspero y más justo. Y eso exige un gran pacto nacional que distribuya con justicia los sacrificios que hemos de hacer entre todos para encontrar la luz al final del túnel.

Para conseguirlo, la educación es clave y sin embargo estamos perdiendo el tiempo. Y la educación no son edificios (continente sin contenido), como aquí se creyó de forma errónea e interesada durante tanto tiempo. Sólo innovar, crear riqueza y distribuirla de forma justa es lo verdaderamente importante, asuntos de los que nadie se ocupó en las multitudinarias movilizaciones del 14-N.

Tienen razón los miles de personas que expresaron en las calles su indignación por tanto maltrato, producto de una grave fractura social, pero con meras protestas no lograremos pagar nuestras deudas. Es verdad que la insistencia en la austeridad extrema como única y persistente medida no está aportando los resultados pretendidos. Por el contrario, destruye cualquier posibilidad de recuperación y reduce hasta el aniquilamiento la capacidad de reacción pública y privada. Son cada vez más los economistas que propugnan una frugalidad necesaria sin perder de vista el crecimiento. La protesta del miércoles pudo estar bien como terapia de grupo, pero si queremos escapar del atolladero en que estamos metidos tenemos que replantearnos de una vez lo que queremos para España en medio del confusionismo en el que los demagogos de toda laya nos están metiendo.

A propósito de la educación, el catedrático de Economía y Estrategia de la London School of Economics, Luis Garicano, exponía en un artículo reciente que los tres fundamentos claves para salir adelante en una economía del conocimiento son «un nivel avanzado de confianza en el uso de las matemáticas y la estadística, una capacidad elevada para escribir un argumento no sólo correcto gramaticalmente, sino razonado con claridad y convicción, y un nivel avanzado de inglés». Manejar ideas, datos, símbolos e información será fundamental en un mundo auxiliado por los robots donde los trabajos bien pagados serán escasos. Y, sin embargo, vivimos a años luz de abordar como es debido ese pilar decisivo del Estado del Bienestar que es la educación.

¿Cuántos chicos abandonan sus estudios sin saber lo más elemental para conducirse como es debido en la exigente sociedad de hoy? Ni la comprensión lectora, ni la base matemática, ni el uso desenvuelto de inglés se adquieren en la enseñanza secundaria devaluada de un país que sólo puede presumir en el ámbito educativo de su fracaso escolar y de una Universidad que suele ser la continuidad de ese fracaso.

Los fundamentos educativos tampoco se fomentan, claro está, con huelgas como la del 14-N, tan costosa para la economía española y tan dañina para la maltrecha imagen exterior del país. Parar no es lo más conveniente cuando lo que se nos exige a todos es trabajar más que nunca para ser eficientes y competitivos, y cuando hay tantos compatriotas en la cola del paro.