La segunda huelga general de la etapa Rajoy, cuyo gobierno no ha cumplido todavía el año de vida, ha tenido, como todas las anteriores, una respuesta controvertida por aquello del vaso medio lleno y medio vacío. De cualquier modo, la movilización ha canalizado una ostensible irritación social, sorda y tupida, que no se ha explayado con más locuacidad porque muchos empleados precarios no han querido poner en riesgo su vínculo con la supervivencia en unos tiempos en que un trabajo es un tesoro.

Sin embargo, los movilizados de ayer a llamada de las organizaciones sindicales, que han secundado una iniciativa de ámbito europeo, eran en su mayor parte conscientes de la escasa o nula viabilidad de sus exigencias, que se resumían en una sola: poner fin a los recortes y empezar a implementar políticas de crecimiento. Como es sabido, este bien intencionado designio es hoy por hoy imposible por la sencilla razón de que nuestros prestatarios, quienes hoy nos financian, nos exigen políticas que aseguren a su juicio nuestra solvencia€ so pena de dejarnos caer en el pozo sin fondo de la bancarrota.

Eso no significa que no haya otro camino, evidentemente. Lo tenemos a la vista en los Estados Unidos y lo está explotando con valor, aunque también con cierto patetismo, François Hollande en el país vecino. En una clamorosa rueda de prensa, el presidente francés decía este martes: "la competitividad no es solo innovación y reducción de costes, es también concertación y progreso. Necesitamos más seguridad, más protección, menos despidos colectivos, menos deslocalizaciones, más industria€ Si Francia no crece es porque hay recesión en Italia y en España" y esa situación se debe "a las políticas de una sola dirección [€] Hay que equilibrar la austeridad impulsando el crecimiento".

En definitiva, los esfuerzos europeos por recuperar los equilibrios perdidos sin damnificados sociales, los intentos de humanizar el proceso de consolidación y ajuste derivado de la crisis, se frustran porque la tendencia general, mayoritaria y arrasadora, es la ortodoxia que impone Alemania. Ello conduce a la conclusión de que, para oponer resistencia al ultraliberalismo sin compasión no valen los esfuerzos de las naciones individualmente consideradas: al ´pensamiento único´ conservador europeo hay que oponer un frente progresista potente y extendido a todos los países comunitarios en general y del Eurogrupo en particular. Naturalmente, ello será más fácil si se avanza en la integración de la zona euro.

Mientras todo ello se alcanza, es bueno que quienes rigen nuestros destinos en los diferentes niveles, unos más democráticos que otros, tengan conciencia del malestar que generan, de la ira que levantan. La presión que una supuesta racionalidad económica ejerce sobre nuestras sociedades está llegando a un límite pasado el cual todo puede ocurrir, y conviene que así se diga para que nadie se llame a engaño y para que se gradúen mejor las estrategias. La huelga general de ayer ha de leerse, en fin, como un aviso a los centros de decisión en el sentido de que tienen que incluir la seguridad, el empleo, el bienestar perdido, la desesperación y otros elementos subjetivos en sus ecuaciones materiales. Si no, esto puede explotar con un estrépito que más vale no imaginar.