Soy consciente del elevado riesgo que corro de salir escaldado al manifestar mi opinión sobre el grave asunto de los desahucios y que no coincida del todo con la corriente imperante.

No debería hacer falta, pero en una tierra no demasiado dada a las sutilezas y más bien proclive al blanco o al negro más que a la extensa y rica gama de tonalidades grises, es preceptible adelantar lo obvio antes de que caigan los primeros anatemas, o sea, me solidarizo „faltaría más„ con las personas que viven el drama de los desahucios, entiendo como una clamorosa injusticia que una familia se vea en la calle por no poder hacer frente a la devolución del préstamo hipotecario mientras los bancos, grandes artífices de la crisis, han sido rescatados con cantidades ingentes de dinero público. En resumen, comparto la actitud de algunos jueces valientes, la postura del Sindicato Unificado de Policía e incluso aplaudo la sobrevenida sensibilidad de la banca. Por supuesto, también estoy por la urgente revisión y humanización de una Ley Hipotecaria obsoleta e injusta.

A partir de ahora, sin embargo, y dado que la historia no tuvo a bien situarnos en zona calvinista, supongo que tendremos que ir superando nuestra patológica relación con el dinero como perros de Pávlov: huyendo cuando de nuevo suene la campanita hipotecaria para el piso en propiedad. Los habitantes de latitudes europeas más frías y lluviosas, a diferencia de nosotros, tienen incorporada la cultura financiera con toda naturalidad, por eso una inmensa mayoría habita su hogar en régimen de alquiler, porque saben que cuando se acude a un banco y se firma un documento de préstamo „una decisión libre y autónoma„, no sólo sirve para obtener el dinero que crees necesitar „el lado bonito del asunto„, sino que origina una serie de obligaciones y de consecuencias en caso de incumplimiento „el lado feo„. A pesar de que en la época del botellón inmobiliario debieron abundar algunas malas prácticas en las oficinas bancarias para aprovecharse de nuestra ancestral incultura financiera y vendernos sólo el lado bonito, no les debió resultar muy difícil convencernos cuando aquí, en zona de Contrarreforma, ése es nuestro lado preferido. Parece como si la única forma socialmente aceptable de enriquecerse fuese a través de la bonoloto o dando patadas a un balón, y después, si se tercia, ya averiguaremos quién pasa primero por el ojo de la aguja, si nosotros o el camello. Sea por falta de hábito -¡mardito parné!- o por exceso de sol y moscas, nos cuesta concebir, ya no digamos admirar, el enriquecimiento mediante la honestidad, el esfuerzo y la constancia. Salvo por golpe de fortuna, solemos poner la prosperidad económica bajo sospecha de pecado laico o religioso.

Cambiemos la ley y todo lo que haga falta cambiar para que nunca más se repitan las dramáticas e injustas situaciones de los últimos días, pero sobretodo esforcémonos en abandonar de una vez el valle de lágrimas en el que nos instaló el Concilio de Trento y tomemos la senda del conocimiento y su consecuencia, como es la autonomía personal y responsable que define al ciudadano, o si se prefiere, la mayoría de edad kantiana. Solo así impediremos que cuatro espabiladillos bancarios vuelvan a embaucarnos en quimeras inmobiliarias. Se entenderá, pues, que más que de españolizar Cataluña, soy partidario de holandizar España.