Allá por los no muy lejanos años de estudiante universitario, cuando filosofar a pie de barra no estaba muy alejado del muy recomendable desbarrar, hablábamos mucho, con esa ebriedad sostenida por un cierto, sólo cierto, rigor, sobre las audacias de Escohotado y de Agustín García Calvo, entre otros muchos maestros de aquel entonces. Sus libros y sus charlas nos hacían vibrar de lo lindo, y uno salía de aquellas conferencias y lecturas mucho más armado para la lucha, quiero decir, esa especie de esgrima verbal que ayuda a desengrasar ese acto tan denostado llamado pensar. No se trataba, para nada, de la razón fría o recalentada en el microondas de la institución, es decir, del poder establecido, sino que salía a borbotones, emocionada y lúcida, lejos, muy lejos de los profesionales de la filosofía, que siempre nos parecieron monaguillos, funcionarios del pensamiento, en el peor y más triste sentido del término.

Por aquel entonces di con un libro cuyo título me atrajo de inmediato. El autor se llamaba Agustín García Calvo, y el librito se titulaba Contra la paz. Contra la democracia. Nosotros no dábamos nada por supuesto, y todo era susceptible de ser criticado. Sí, incluso eso que llamamos democracia y eso que llamamos paz, dos términos en apariencia hermosos pero que ocultan demasiadas miserias, letrinas y alcantarillas. Democracia es una palabra sedante, por no decir laxante. La paz también esconde mansedumbres de todo tipo, servidumbres asfixiantes. No basta con decir paz y democracia y echarse a dormir. Eso es un triste cumplimiento del expediente, y ya es hora de desenmascarar a tanto lobo disfrazado de corderito. García Calvo, que acaba de morir a sus jovencísimos y combativos 86 años, se pasó hace casi veinte años por Búger, junto con su compañera y ahora viuda Isabel Escudero y con el gran poeta palmesano Miguel Ángel Velasco.

Y en el fondo, siempre otro zamorano: el poeta Claudio Rodríguez. Zamora, una provincia digna de estudio. Fue un recital emocionante. Pero eso queda como nota marginal. Lo que importa aquí es la maestría de García Calvo. Un maestro de resistencias, capaz de poner de vuelta y media conceptos tan consagrados y sacrosantos como son los de democracia y paz. Gracias a él, entre otros maestros, podemos detectar que tras la máscara virginal de la democracia existe un rostro bastante agrio por no decir terrorífico, y que tras la paz sólo hay una guerra solapada, amortiguada, dulcificada. Que, en fin, gracias al resistente zamorano sabemos que un exceso de eufemismos convierte el espíritu crítico del pueblo en asentimiento, en apariencia rebelde, de la masa.

Uno supo distinguir, gracias a García Calvo, entre pueblo y masa o rebaño. El poeta y filólogo se resistía a usar las mismas palabras que utiliza el poder. De ahí la importancia radical del lenguaje, que para muchos sólo sirve para intercambiar información, pero que en realidad es mucho más que eso. El lenguaje crea mundos. Y esto no es puro nominalismo. Seres como Agustín Garcia Calvo poblaron aquellos años de aprendiz de filósofo en los que uno, por cuestionarse, se cuestionaba hasta el aire que respiraba o la luz del sol. Casi nada. Eso sí, sin depresiones ni tristezas, sino con el brío que da el pensar en común a pie de barra o en una mesa redonda. Eso se llama pensamiento en acción, pensamiento que va creándose a medida que uno va verbalizando. Cabe el desafuero, por supuesto, por no hablar del desbarrar, que es actividad muy sana, más que nada porque se escapa del lenguaje del poder.

Y ahora corto aquí, antes de que me convierta en un loro del maestro Agustín García Calvo que, sin duda alguna, seguirá resistiendo y dejando secuelas, como a muchos de nosotros nos ha dejado, allá donde se encuentre. Su radicalismo nos encendió. Con él supimos que la democracia, tal como la vivimos, no es más que un régimen totalitario, una dictadura de las mayorías. Que, en definitiva, todo poder por muy democrático que diga ser „y ojo al modo cómo empleamos el término democracia„ no es más que una dictadura que utiliza el voto mayoritario, es decir, a ese engendro llamado electorado, para perseverar, como diría Spinoza, en su ser. Dicho de otro modo: de persistir en tomarnos el pelo y algo más. Y, sobre todo, en inyectarnos grandes dosis de miedo para mantenernos sumisos. Y ahora a brindar por él y a reírse mucho, que la risa es siempre sabia y no tiene miedo.