Sucedió pocos meses atrás: un crucero de lujo no pudo atracar en el puerto de Casablanca, en Marruecos, por decisión expresa del ministro del Interior. Cuál es la razón por la que en un país, donde el turismo constituye uno de los puntales de su economía, se llega a una situación tan insólita. Se entiende, al especificarse que en el crucero se habían embarcados cientos de parejas homosexuales. El Gobierno islamista consideró inaceptable la presencia de "pervertidos" vetándoles la entrada. El crucero puso rumbo a Málaga. Fueron recibidos cordialmente. En Túnez, la presión de los islamistas, supuestamente moderados, está empezando a asustar al sector turístico, también muy potente. En Egipto, los turistas casi se han esfumado; las conciliadoras palabras de los Hermanos Musulmanes no convencen a nadie. En Turquía, bastión de la laicidad en el mundo musulmán hasta la irrupción de los islamistas, también supuestamente moderados, su primer ministro, Erdogan, ya no disimula el adoctrinamiento al que somete a la sociedad turca: erigirá una megamezquita, de estilo saudí, sobre el estadio Atatürk de Diyarbakir, la capital oficiosa del Kurdistán turco. Una directa afrenta a los laicos, porque Atatürk, el fundador de la Turquía moderna, siempre consideró que la religión, el islam, debía mantenerse al margen del Estado. Además, en Turquía la involución islamista es cada vez menos solapada: los personajes de dos series de televisión han sido obligados a casarse. Como en la España del nacionalcatolicismo franquista, donde el adulterio se condenaba con pena de cárcel.

Los islamistas están imponiendo su agenda en todo el mundo árabe-musulmán. Este es el resultado de la tan celebrada "primavera árabe", la que se ha querido presentar en Occidente como el principio de un futuro democrático para unos países que siempre han vivido bajo dictaduras más o menos brutales y siempre corruptas. Las "primaveras árabes" han desembocado en lo que se está viendo: un resurgimiento del islamismo, que extrema su radicalismo según la conveniencia del momento; aunque hay un elemento predominante, siempre el mismo: un radical conservadurismo, acompañado de la progresiva pérdida de los escasos derechos que las mujeres habían obtenido. Los debates ahora en boga en este mundo son los propios de la España de medio siglo atrás: ¿Se ha de permitir que las mujeres puedan acudir a las playas junto a los hombres? ¿Es aceptable que las turistas extranjeras se bañen en bikini? Es una regresión moral de calado. Las corrientes islamistas, abundantemente financiadas por Arabia Saudí, un país en el que las mujeres carecen de derechos (ni tan siquiera están autorizadas a ponerse al volante de un automóvil), están logrando todos sus objetivos. Dicen que su modelo es la Turquía de Erdogan, el islamista que aspira a borrar todo lo que Atatürk ha significado. Si no acelera, es porque todavía teme la reacción de las Fuerzas Armadas, las garantes de la Turquía laica instaurada por Atatürk tras el desastre de la Primera Guerra Mundial.

El islamismo político es ya en un actor fundamental en la ribera sur del Mediterráneo, y eso es algo que a la acobardada Europa le debería preocupar. Su modelo de vida es sustancialmente incompatible con el nuestro. Es como si Europa se deslizara hacia los oscuros siglos en los que el poder de la Iglesia católica establecía las normas de conducta a las que todos se debían sujetar. La alianza entre el trono y el altar, que solo empezó a disolverse con la Revolución francesa de 1789. Para el Islam político es decisivo fundirse con las estructuras de los estados en los que se ha impuesto; está por ver si, cruzada esa frontera, queda abierta la posibilidad de emprender el retorno. En Irán, después de la revolución de Jomeini, se cercenó de cuajo la alternativa laica y liberal. Se construyó un estado teocrático, que ha perseguido, encarcelado, torturado y asesinado a todos los opositores que han caído en sus manos. Es evidente que en Turquía existe todavía una democracia formal, pero no lo es menos que Erdogán está levantando un tinglado del que será complicado desembarazarse si en el futuro la oposición laica consigue ganarle en la urnas. El Ejército, el gran temor de los islamistas turcos, está siendo radicalmente depurado. Lo demás, piensa Erdogán, se le irá dando por añadidura.

En Marruecos, Túnez, Egipto, en casi todo Oriente Medio, el islamismo se ha impuesto. Poco queda de las corrientes laicas, liberales o socialistas; es verdad que nada hicieron por afianzarse, así que los islamistas han aprovechado las elecciones para encaramarse al poder. Solo los militares, qué paradoja, pueden, todavía, tal vez en Egipto o Argelia, frenar al islamismo político. En Marruecos, el dique es la corona. Son los últimos frenos. Lo sucedido con el crucero de homosexuales clarifica qué es lo que hay dentro de cualquiera de esos movimientos: la intolerancia. Es un mundo impermeable, con el que es imposible establecer un diálogo. En vísperas de la guerra civil de Argelia, en la década de los noventa del pasado siglo, estuve en este país y tuve oportunidad de conocer a un militante destacado del Frente Islámico de Salvación (FIS), que se aprestaba a barrer en las elecciones legislativas, que finalmente no se celebraron: los militares las cancelaron. Esa persona, culta y agradable, era un frontón cuando se le planteaban cuestiones como la del derecho de los laicos a no aceptar los preceptos del islam. Su respuesta, una y otra vez, fue siempre la misma: "el sagrado Corán dice..." No hubo manera de establecer el debate de acuerdo con lo que en Occidente es habitual. Era imposible que aceptase el derecho a la discrepancia, porque "el sagrado Corán" establece las normas de obligado cumplimiento.

Ese es el camino que, desde Erdogan hasta los Hermanos Musulmanes, se quiere instaurar. Para eso sirven esencialmente las "primaveras árabes": transitar de las dictaduras a las teocracias.