Determinados símbolos se repiten en casi todas las culturas: la luz como metáfora física de la felicidad, por ejemplo. Los ortodoxos cifran en el halo lumínico la prueba definitiva de la santidad de un stárets. La iconografía católica representa a los santos con su aureola dorada. Los budistas interpretan el nirvana como un instante de iluminación que disuelve los deseos y las pasiones del hombre. Recientemente, un estudio científico dirigido por Richard Davidson, de la Universidad de Wisconsin, ha demostrado que un monje tibetano de origen francés, Matthieu Ricard „hijo del célebre ensayista Jean-François Revel„ es capaz de generar cantidades apreciables de rayos gamma que conducen a la felicidad; o al menos, supongo, equilibran y acallan la mente en lo que tiene de perturbadora. Es algo, en general, ya sabido. Las ventajas de la meditación resultan constatables no sólo a nivel de estructura cerebral. El profesor Thomas Fuchs sostiene que el cerebro es el órgano relacional por excelencia y que los hábitos culturales modifican nuestro modo de procesar la información y de enfrentarnos a la realidad. El psicólogo Martin Seligman han desarrollado una teoría conductual del optimismo como principio para una vida feliz, que se aleja de las simplificaciones de la autoayuda. En efecto, la sabiduría humana es luminosa y, por ello mismo, nos invita a entregar, a compartir y a convivir. No en vano, a lo largo de los siglos, la inteligencia lograda ha respondido a las exigencias de la bondad.

El proyecto más ambicioso que se ha llevado a cabo en esta línea es el conocido como Grant Study. En 1938, la Universidad de Harvard decidió entrevistar de forma periódica a un grupo de 268 estudiantes. Durante varias décadas, los investigadores anotaron cómo era su desarrollo personal, afectivo y laboral. Algunos murieron jóvenes, de un infarto, de cáncer o en la guerra mundial; otros se divorciaron; unos cuantos cayeron en el alcoholismo o en la depresión; pero la mayoría gozó de lo que podemos considerar una vida típica de clase media-alta: seguridad económica, estabilidad familiar, cierto prestigio profesional... Lo interesante de este análisis es que, a medida que pasaron los años, algunos datos empezaron a ser significativos. Los hay obvios, como que el alcoholismo „o, peor aún, el abuso de sustancias„ constituye una de las causas más comunes de una existencia malograda. La felicidad, en cambio, parece exigir dos elementos clave, que se reiteran entre la mayoría de los encuestados: en primer lugar, la alegría de la infancia, definida por un entorno estable y afectuoso, frente a una niñez marcada por la ausencia o la rigidez de los padres, la desestructuración familiar y la violencia. Y, casi como su correlato natural, en segundo lugar, se sitúa la capacidad de amar y de ser amado, de establecer relaciones íntimas en definitiva, ya sea de amistad o de pareja.

Si regresamos al símbolo inicial de la luz, el estudio de Harvard nos recuerda que la dicha no es un espacio acotado que se cierra en sí mismo, sino que forzosamente brilla para los demás. Pero también que las sociedades civilizadas necesitan reforzar sus ejes de relación, de encuentro, de diálogo. Lo uno no es contradictorio con lo otro, ni mucho menos.