Admiro a Maria del Mar Bonet desde siempre; desde cuando la vi en directo en Barcelona, en el parque de la Ciutadella, en Barcelona, debía ser en el sesenta y ocho, con Pau Riba y demás compañeros de la Nova Cançó. Aunque en plena dictadura, entonces el futuro era nuestro y las ahora devaluadas palabras libertad, democracia, cambio, inflamaban nuestros ingenuos corazones. A menudo cometemos el error de atribuir a los demás, singularmente a aquellos con los que hemos sentido una identificación emocional, una pareja evolución sentimental e intelectual, una maduración sincrónica en la misma dirección. Craso error. He leído las declaraciones de Maria del Mar „a raíz del merecido nombramiento como doctora honoris causa por la UIB„ alertando de que con el gobierno de Bauzá se estaba volviendo al franquismo, que se estaban lanzando bombas contra el catalán y apoyando el derecho de Cataluña a la independencia. No tengo nada que objetar a que pueda definirse como independentista. Pero en cuanto a que estemos volviendo al franquismo y se bombardee el catalán, pienso que nuestra heroína pertenece a la categoría de artistas con un grado de emotividad tan alta que dicen lo que piensan pero no piensan lo que dicen. Y si piensan lo que piensan solamente puede ser, o bien porque en el franquismo no se enteraban de nada, o bien porque en plena democracia están sometidos al delirio y a la ensoñación del atávico mito nacionalista, de un mundo perfecto, una sociedad uniforme y una lengua única a los que se someten disciplinados ciudadanos. La democracia es otra cosa, aunque esté, como la nuestra, enfangada de corrupción hasta los corvejones. La inmersión lingüística en catalán en vez de un sistema bilingüe es único ejemplo en la democrática Europa, como explicaba esta semana en El País la catedrática Mercè Vilarrubias. Aunque pueda dolernos, todo, desde la economía hasta las disposiciones lingüísticas, no lo decide ni la UIB ni los técnicos, lo deciden los ciudadanos con su voto. Si despreciamos esto es cuando volvemos al franquismo, aunque lo apellidemos con el nombre de nuestras emociones. Ya se sabe: la sangre, la pertenencia, el suelo, la patria, la lengua: el nacionalismo, lo que históricamente ha destruido la democracia.

Han coincidido sus declaraciones con otras de Miquel Barceló, en que también se declaraba "partidario de la independencia -de Cataluña- y en las Islas, también". Afirmaba: "Soy un separatista radical, pero no creo en el nacionalismo ni el independentismo". Como se ve todo de una coherencia absoluta. Contrariamente a Bonet, pienso que Barceló pertenece a otra categoría de artistas, la de aquellos que controlan de manera férrea su emotividad y nunca dicen lo que piensan pero siempre piensan muy bien lo que dicen. Su objetivo no es el mundo perfecto nacionalista. Su objetivo es, mediante la provocación, conducir el estatus que la creatividad y la originalidad de su obra le han proporcionado, hasta el más elevado de genio indiscutible que con sus palabras decodifica el mundo. Barceló es un artista que se cree genio, más listo que el hambre y con una obra que, en muchos casos, me parece extraordinariamente buena. Que, como afirma un amigo con escalpelo en vez de lengua, apenas traza cuatro pinceladas y ya ingresa en caja millones de euros. Necesariamente dinero y fama trastornan la mente de cualquiera y le confieren poder. Y alrededor del poder se afanan siempre edecanes y hagiógrafos que celebran cualquiera de sus excentricidades „como Valle Inclán„ de eximio artista y extravagante ciudadano que, aparentando reírse de sí mismo, se ríe de los demás.

El yo de todo artista se desborda en su obra. El de Barceló no se contenta con la suya, exige alcanzar lo inefable. Con motivo de su exposición en la Lonja, se celebró una fiesta en su honor „donde había gente que habría asesinado "metafóricamente" para conseguir una invitación„, en que él, estando en Mallorca, estaba ausente, que, como todo el mundo sabe, es la mejor forma de estar presente. Allí, reverenciadores extasiados elucubraban sobre una posible aparición a medianoche del ausente, cual si fuese el fantasma del padre de Hamlet. Quizá, observando, escondido tras un trampantojo, como Maldoror, oculto, "con el objeto de encender el ardor de sus desesperados amantes enloquecidos por su esperma sagrado que embalsama las montañas, los lagos, las malezas, los bosques, los promontorios y la amplitud de los mares", esperaba su entronización como sosías del Creador.

A los artistas, sean genios o no, se les debe admirar su obra; a sus opiniones sobre el mundo y sus circunstancias, es mejor no darles mayor importancia. Se ciscan en el Estado y en sus instituciones pero aceptan sus cheques millonarios. En una entrevista de los años ochenta, en el programa La edad de oro de Paloma Chamorro, a una pregunta sobre Tapies, Barceló dijo que "es una mierda pinchada en un palo". A la muerte de Tapies, hace meses, le interrogaron otra vez sobre el significado de la obra del difunto. Me decepcionó. Yo creía que volvería a repetir el exabrupto de la mierda; o, en su defecto, que con los años había llegado a apreciar su obra. Para nada. Se manipuló a sí mismo. Ante la trascendencia y la gravedad de la muerte y el imperio de lo políticamente correcto, nuestro Maldoror felanitxer se achantó: "Fue todo un referente para la gente de mi generación". Como dice en Cautivos del mal „una joya de Minnelli„ la rumbosa figurante con la que se acuesta Kirk Douglas „un productor genial„, que desplaza a la sosa Lana Turner, no hay grandes hombres, sólo hombres.