Cuando la Transición concluyó y sobrevenían interrogaciones sobre su propio futuro, a la vez que se escuchaban ruidos de sables y las ideologías intentaban autofinanciarse, ETA ponía la guinda mortal y evidente casi cada día y en todos los medios de comunicación. Hasta el punto de que se abrió camino el concepto de desencanto, porque las cosas no nos estaban saliendo como esperábamos y habíamos jaleado por todas las calles de España que con la libertad sobrevendría un cambio casi mesiánico que no aparecía por parte alguna. Después llegó la terrible reconfiguración socioeconómica de 1982, recién llegados los socialistas al poder, y solamente algo más tarde, con el ingreso en el Mercado Común, a mitad de los ochenta, tocábamos la orilla de un alto margen de estabilidad en todos los órdenes, aunque los etarras permanecieran al pie del cañón, nunca mejor utilizada la expresión. Pero el hecho es que tuvimos la osadía de esperar en nosotros mismos, toda vez que los europeos confiaban en nosotros, uno de los pueblos del Sur. Hasta que de nuevo una maldita crisis comenzó a inundar nuestras esperanzas y parece que está socavando las fuentes futuras que brotaban con tanta facilidad. Y aquí estamos, esperando a Godot o a quien sea que llegue.

Tantos son nuestros males, o mejor, tantos males han surgido a la superficie porque estar ya estaban latentes, tantos son y nos agobian tanto que corremos el peligro de caer en lo que me atrevo a definir como la tentación de la negrura. Una negrura que tiene fundamento, está claro. Pero una negrura de la que o nos apresuramos a salir entre todos o la mismísima realidad se tornará negra de verdad, y con muy difícil posibilidad de clarificarla e iluminarla. Dice San Ignacio la conocida frase "en tiempo de desolación no hacer mudanza", pero olvidamos que la primera parte de la frase es la enunciada para continuar en esta segunda que olvidamos: "salvo para hacer contra la causa de tal desolación". No es, por lo tanto, una recomendación a la pasividad expectante, antes bien casi una urgencia para actuar desde la sensatez. Pero actuar de verdad, eliminando el foco del problema. No en vano, los Ejercicios Espirituales, donde aparece la consabida expresión, son una permanente llamada a la transformación y nunca al quietismo.

Y en esta situación, los medios de comunicación protagonizan un liderazgo sustancial. Si nuestros medios, todos ellos sin excepción, dedican sus capacidades informativas y opinativas a embadurnar mañana tras mañana y noche tras noche a los televidentes, oyentes y lectores todos de chapapote, estamos perdidos: nosotros como conjunto acabaremos por entrar en la dinámica de un desencanto parecido al vivido hace largos años, con la diferencia que los males a superar son infinitamente mayores. Empecinarse en notificar y opinar sobre corrupciones y corruptos, sobre desesperados y desesperantes, sobre desempleados y en espera de estarlo, sobre tantos males cuantos descubrimos los periodistas en nuestra tarea diaria y permanente, si éste es el horizonte de nuestro empecinamiento un día y otro día, sin descanso para alguna noticia y opinión esperanzadora, que las hay, si esto es así, solamente estamos ennegreciendo todavía más la situación y aumentamos el desencanto de nuestros receptores, que no tienen por qué ser víctimas de nuestro afán morboso de venta y de protagonismo. Los medios están obligados a mediarlo todo, tanto lo malo como lo bueno, pues tal es el conjunto social y tal es la ambigüedad de la naturaleza humana. Lo contrario es faltar a la verdad y falsear la realidad.

Inmediatamente se me argüirá que hay que airear el mal para cauterízalo. Pero en ocasiones, se cauteriza tanto el mal que se consigue aumentar el tamaño de la herida hasta hacerla incurable. Lo importante es vivir como seres humanos y ciudadanos responsables, no dedicarnos a golpear y golpearnos con un fervor tan intenso que acaba por hacer irrespirable el ambiente. Los medios, además de notificar y opinar sobre lo que destroza, tienen la obligación de ofrecer instrumentos de recuperación de la esperanza individual y colectiva. Y en esta obligación radica su lugar social sobre todo en tiempos de tormenta, en que la tentación de la negrura acecha con específica virulencia. De nada sirven los desencantados, salvo para desencantar todavía más.

Lo anterior significa que una de las obligaciones mediáticas es notificar y opinar sobre todas las medidas constructivas que los ciudadanos llevan a cabo responsablemente, aunque parezcan mínimas. Porque cada buena noticia/comentario es un pelín de claridad en la nocturnidad que nos aplasta. Y todo esto, en fin, implica que seguimos creyendo en los demás y perseguimos mucho más bondad que sus repetidas equivocaciones y maldades. Los lectores tienen derecho a esta aportación mediática positiva y esperanzadora. Porque desean, sencillamente, vivir y vivir felices.