El Tribunal Constitucional, recientemente recompuesto después de años de politización y crisis, ha dado este martes un nuevo paso en el inacabable camino de consolidación de los derechos civiles, que son el compendio de las libertades personales. Los homosexuales ya pueden casarse entre sí, culminándose de este modo la expresión de una afectividad que estuvo hasta hace poco vedada, proscrita e inquisitorialmente castigada. El cerval miedo atávico al diferente, codificado en la mayoría de las religiones, desaparece no sólo de nuestros usos sociales sino también de nuestros códigos jurídicos. Es un paso más del aliento civilizador, del camino de los seres humanos hacia el reconocimiento integral de su dignidad.

La decisión del Constitucional, basada en la ponencia del progresista Pérez Tremps, reconoce el término "matrimonio" para las parejas del mismo sexo, lo que las inserta en el ámbito general del Código Civil. La sentencia ha obtenido ocho votos a favor y tres en contra, con la abstención de un magistrado conservador, Francisco Hernando, quien ya se había pronunciado en contra de la ley en un dictamen cuando presidía el Consejo General del Poder Judicial, y podía por tanto ver comprometida su independencia. Quiere decirse que el fallo es contundente, puesto que se han adherido a él incluso dos magistrados teóricamente conservadores. Lo que da un respaldo subjetivo adicional a la ley, que entra en el ordenamiento como lo que es: el símbolo de una tolerancia más depurada. El PP había alegado que la reforma del artículo 44 del Código Civil que permitía el matrimonio entre personas del mismo sexto vulneraba siete artículos de la Constitución y especialmente el art. 32 por "no respetar la definición constitucional del matrimonio como unión de un hombre y una mujer". La desautorización de este criterio ha sido rotunda.

El momento es gozoso, por lo que no procede ensañamiento alguno, pero no puede dejar de citarse ni el error abultado del Partido Popular al recurrir una ley que disfrutaba de consenso social y que suponía un paso trascendental en el afianzamiento de las libertades, ni la situación desairada en que queda la jerarquía de la Iglesia, que paseó su integrismo intransigente por las calles de Madrid en una protesta ruidosa y extemporánea que la distanció un poco más -todavía- de la realidad social de este país. Quizá lo ocurrido sirva de lección a unos y a otros: las confesiones religiosas deben realizar su proselitismo sin la pretensión de imponer su credo a todo el mundo, y los partidos no pueden ceder a los requerimientos particulares que no toman en cuenta el interés general.

Por supuesto, el Tribunal Constitucional tampoco sale indemne de esta prueba. Porque han sido necesarios más de siete años para llegar a la conclusión que finalmente ha decantado. Demasiado tiempo para que la dilación pueda inscribirse en el epígrafe del funcionamiento normal de las instituciones. Siete años de zozobra para las personas que habían hecho uso de la ley y que se veían amenazadas por la posibilidad de una regresión, que hubiera hundido sus proyectos vitales. Esta demora inconcebible es un elemento más del conjunto de factores que han generado en nuestro país la desafección hacia las instituciones y la política en general.

De cualquier modo, este país, con crisis o sin ella, refuerza sus principios lentamente pero con firmeza. Ojalá esta maduración avance en todos los ámbitos, también en los políticos, en pos de una sincronía entre la realidad y el deseo, sin rupturas ni vaivenes insoportables.