Seguramente pocos de entre quienes trabajan en el ámbito de la Administración de Justicia „ya sean jueces, abogados, secretarios judiciales, procuradores, funcionarios, etc.„ no se han sentido en alguna ocasión como Sísifo: empujando ladera arriba una enorme piedra que, cuando está a punto de alcanzar la cima, vuelve a caer rodando hasta el fondo del abismo, obligando a comenzar, una y otra vez, la ingente e inacabable tarea. Porque uno de los principales problemas que arrastra la Justicia española desde hace mucho tiempo es una exasperante lentitud, rayana en el colapso, cuyas causas básicas son la falta de medios materiales y humanos, además de unos „en muchas materias„ anticuados procedimientos y organización. Un enquistado problema sobre el que ciertas señales que nos tocan de cerca (como las recientes solicitudes de cambio de plaza, de varios experimentados magistrados de Audiencia Provincial, a juzgados de inferior rango, a causa „según se ha publicado„ de esa prolongada falta de medios) no parecen augurar optimismo a corto plazo.

Lo curioso es que tal situación parece no afectar demasiado a la opinión pública. Al contrario de lo que sucede respecto a otros servicios del Estado como la educación o la sanidad. Servicios, éstos últimos, indudablemente fundamentales para el progreso y el bienestar de la sociedad. Pero no menos importantes que la Justicia, que sólo cuando es eficaz e independiente del resto de poderes del Estado permite que los miembros de una sociedad sean verdaderos ciudadanos, y no meros súbditos. Porque sin auténtica Justicia no es posible la libertad.

Probablemente esas son las causas por las que los sucesivos gobiernos de los que depende dotar de suficientes medios a la Justicia, no acaban de hacerlo, dejándola como hermana marginada de las demás administraciones.

En primer lugar, por la poca atención que prestan los ciudadanos a su funcionamiento; salvo en caso de que se vean personalmente inmersos en un proceso judicial. Y es que el mismo ciudadano que desespera, despotrica y pide insistentemente explicaciones a su abogado por la lenta marcha de su caso en un juzgado o tribunal colapsado, en cuanto el proceso termina, se olvida incluso de que la administración de Justicia sigue existiendo. Y lo "olvida" literalmente. Cómo si no pudiera volver a verse en el futuro en otro proceso judicial. Una actitud plenamente detectada por la clase política, que sabe que "la Justicia" no es un tema que dé, ni quite, votos.

Y segundo, por el hecho de que seguramente ningún Gobierno „en general de país alguno„ tiene demasiado interés en una Justicia fuerte y totalmente independiente. Quizá porque sabe que tarde o temprano alguno de los propios miembros (o exmiembros) del poder ejecutivo y legislativo podría tener que verse respondiendo ante los tribunales (como de hecho „y afortunadamente, cuando han dado motivo„ es cada vez menos raro hoy día).

Pero, además de todo lo anterior, resultan especialmente graves las medidas del nuevo proyecto del Ministerio de Justicia: implantar (además de incrementar las ya existentes), y extender a los ciudadanos particulares, la obligación de pagar tasas al Estado para poder iniciar un proceso judicial o, simplemente, recurrir una sentencia (entre otras). Tasas que no son de escasa cuantía (por ejemplo, por interponer una demanda de juicio ordinario: 300 euros; o por interponer un recurso de apelación contra sentencia ante la Audiencia: 800 euros; etc.). Algo que atenta contra el Derecho fundamental a la Tutela Judicial efectiva del art. 24.1 de la Constitución. Además de ser profundamente injusto. Porque impone la misma carga a un ciudadano con escasos recursos (y que no reúne los requisitos para obtener justicia gratuita), que -por ejemplo- a entidades financieras (bancos, compañías de seguros, etc.); aunque resulta evidente que no supondrá el mismo esfuerzo desembolsar esos cientos de euros, para el primero, que para las segundas. Lo cual dará lugar en muchos casos a una clara indefensión, convirtiendo el acudir a la administración de Justicia en un lujo sólo al alcance de unos pocos.

Un problema de difícil solución. Porque mientras los ciudadanos no adquiramos conciencia de que una nación no puede progresar sin una justicia eficaz e independiente, mientras los políticos no perciban que los electores les exigimos una Administración de Justicia ágil y de igual acceso para todos, quienes ocupen sucesivamente los Gobiernos de turno no acometerán las necesarias reformas modernizadoras, ni la dotarán de suficientes recursos. E incluso „como parece que va a suceder con la ley de tasas„ pueden ir añadiéndose trabas a un acceso a la Justicia en igualdad de condiciones. Por ello, convendría tener muy presentes las palabras de Montesquieu, padre de la separación de poderes: "Una cosa no es justa por el hecho de ser ley. Debe ser ley porque es justa".