Cada cuatro años se insiste en el error de fiar la elección del emperador del universo a los estadounidenses, una discriminación flagrante en la aplicación de los derechos de ciudadanía imperial. Los españoles no pueden votar ni al comisario finlandés Olli Rehn, que es el encargado de bajarles el sueldo ante la dejación de responsabilidades de Rajoy. En el enfrentamiento del próximo martes, Mitt Romney propugna que Estados Unidos recupere la grandeza que nunca tuvo. En cuanto a Obama, que también participa en la contienda pese a las dudas razonables que planteó el primer debate, su objetivo es clausurar definitivamente la leyenda fabricada hace cuatro años en torno a su figura. Es un profesor elitista y distante, más pragmático que progresista, desconfiado y alérgico al contacto con las masas pese a su esfuerzo por confraternizar con el huracán Sandy. Bien pensado, es preferible verse liberado de la obligación de votar.

Romney no se llama Mitt, sino Willard. El candidato Republicano utiliza su segundo nombre. Su rival ha bromeado que tiene vedada esa partícula, porque el odio que ha generado -muy superior a la hostilidad contra cualquiera de sus predecesores- comienza por desgarrarlo en Mubarak Hussein Osama. Sin embargo, la animadversión no justifica la desgana de Obama al afrontar la reelección. Los claroscuros habituales en la gestión política se ensombrecen adicionalmente al contemplar su capitulación frente a Wall Street y su entreguismo a las tácticas de guerra sucia de Bush. Ha industrializado el recurso a los aviones no tripulados para matar a supuestos terroristas, y a los civiles que se hallaran accidentalmente a su alrededor.

Bob Woodward publica cada dos años un libro superventas en el que describe las entrañas de la Casa Blanca, desde el acceso privilegiado que su fama le brinda. La última edición del descubridor del Watergate se titula El precio de la política. La frase que Obama pronuncia con frecuencia machacona a lo largo del volumen establece que "estoy preparado para ser un presidente de un solo mandato". A la tercera ocasión, la lectora adquiere la convicción de que el presidente no habla desde la aceptación estoica, sino desde el deseo de abandonar una mansión congestionada que imaginó como su lugar de retiro. El senador de Chicago, condenado al puente aéreo con Washington, encontró una residencia en la capital donde podía cenar a diario con su esposa, sus hijas y su suegra. Paz conyugal y, ante todo, la voluntad de aislamiento. A diferencia del jovial y gregario Clinton, Obama no recibe ni a los donantes millonarios a sus campañas. Se cree dios, no siempre con minúsculas.

Por incomprensible que parezca, el presidente norteamericano muestra un notable desinterés por continuar en el cargo que le envidian todos los políticos del planeta. A su hipertrofiado espíritu competitivo sólo lo alienta el ansia de derrotar a Romney. Ha tenido que convertir la pugna en una cuestión personal, según ha podido comprobarse cuando aporreaba continuamente al aspirante Republicano en los dos últimos debates televisados. Los presidentes repetidores más recientes -Reagan, Bush, Clinton- no precisaron de este aliciente cruento para la reválida. Sin embargo, hasta los sondeos más disparatados marcan el punto en que el conservador aventaja por primera vez al Demócrata en el encontronazo inicial. "Dormí una larga siesta", en confesión del propio Obama.

Para personalizar el enfrentamiento, el pío Obama puede echar mano de nuevo de la religión. La iglesia mormona de Romney no admitió feligreses negros hasta hace treinta años. La raza vuelve a ser determinante en el duelo por la Casa Blanca. Sin embargo, la exigencia reside en el nombre del ganador. Un exceso de profetas avanzan un resultado sin conocer los números. Es preferible guiarse por Nate Silver, autor de La señal y el ruido. Alcanzó notoriedad al acertar 49 de los 50 estados en las elecciones celebradas cuatro años atrás. En su versión, hay un empate con sesgo favorable a Romney en votos absolutos. Sin embargo, Obama aventaja a su adversario en la cosecha de votos electorales que aporta cada estado, con independencia de la brecha existente entre ambos candidatos en la circunscripción. Obama tiene como mínimo un 70 por ciento de probabilidad de ganar, ¿es apropiado subirse a un avión que ofrezca este margen de seguridad?