El lunes pasado estaba en casa, paseando nervioso de un lado a otro y vigilando un equipo de emergencia que tenía preparado en el pasillo: algo de ropa, una linterna, varias latas de comida y una garrafa de agua. En el centro de Pensilvania, donde ahora vivo, se había declarado el estado de emergencia porque los meteorólogos habían anunciado que el huracán Sandy pasaría justo por aquí. Se habían suspendido las clases y todas las emisoras de televisión pedían a la gente que no se moviera de sus casas. A media mañana empezó a llover muy fuerte y las ráfagas de viento se hicieron cada vez más violentas. Delante de mi casa hay un plátano de sombra y varios postes de electricidad. Y la perspectiva de que la tormenta derribara aquel árbol y luego los postes eléctricos „que son viejos y de madera„ no era una de esas cosas que de pronto te alegran la vida, lo mismo que la idea de que se desbordase el río que pasa por esta pequeña ciudad „un río que tiene un nombre indio: Conodoguinet„ y se me inundase la casa y las cosas con las que he vivido a lo largo de dos meses.

Yo estaba tan nervioso que me puse a cocinar, sólo por hacer algo, sin saber si dos horas más tarde me habrían evacuado a cualquier otro sitio y la comida se echaría a perder. También atranqué dos veces la puerta del sótano, una medida idiota porque el cuadro de distribución estaba allá abajo, así que tendría que bajar a desconectar la electricidad si empezaba a inundarse la casa. Además, me estaban llegando mensajes de texto preguntándome si tenía luz, porque en los condados vecinos había mucha gente que ya se había quedado sin luz a causa de la tormenta. Recuerdo que me asomé a la ventana y vi a dos estudiantes caminando tan tranquilos bajo la lluvia. Aquellos estudiantes parecían disfrutar de la experiencia, y entonces pensé que ser joven era justamente eso: caminar tan tranquilo bajo la lluvia, justo cuando se acerca un huracán.

Y en esto apareció el presidente Obama en la televisión. No sé dónde estaba, pero iba vestido de forma informal, con una cazadora azul de batalla, y estaba rodeado por gente que vestía igual que él, supongo que responsables de Cruz Roja y Protección Civil. Obama no dijo mucho. Nos aseguró que el huracán era una amenaza muy seria que iba a provocar daños importantes, pero luego añadió dos frases que me llamaron la atención: "Los americanos somos un pueblo acostumbrado a resistir" y "Sabremos hacer frente a la adversidad", palabras que no son habituales en los discursos de los políticos europeos, y no digamos ya en los españoles.

Una hora después, cuando la lluvia ya era muy fuerte y el plátano se combaba bajo mi ventana, apareció en la televisión el gobernador de Pensilvania, que iba vestido igual que Obama. No sé nada de ese gobernador „ni siquiera sé cómo se llama„, pero me gustó el aplomo con que se dirigió a la población en aquellos momentos, a pesar de que resultaba evidente que llevaba varios días casi sin dormir, intentando coordinar una situación muy delicada y que nadie sabía cómo podía terminar. Al final de su comparecencia, el gobernador insistió en que no cometiéramos locuras, ya que podíamos poner en peligro la vida del personal de protección civil por culpa de una imprudencia temeraria, una frase que tampoco suele oírse a menudo entre nosotros.

Y en aquel momento fui consciente de un hecho que olvidamos a menudo, sobre todo en estos tiempos de descrédito generalizado de la clase política. Y es que la política „la verdadera política„ es una tarea dura y sacrificada que exige mucha dedicación y mucha entrega y que consiste en evaluar riesgos y en tomar decisiones arriesgadas. Está claro que en las comparecencias de Obama y del gobernador de Pensilvania había mucha escenografía electoral „estamos en tiempos de elecciones„, pero también es verdad que ellos dos, igual que el alcalde de Nueva York que había ordenado la evacuación de 300.000 personas, habían asumido el reto de enfrentarse a unas circunstancias muy difíciles, justo cuando la población estaba más desorientada y angustiada. Y aquel día también pensé en otra verdad que se olvida a menudo en estos tiempos, y es que allí, entre aquellos políticos que coordinaban todos los servicios de ayuda y de protección civil, estaba lo mejor del Estado: el Estado que sabía prever y actuar y proteger a sus ciudadanos, ese mismo Estado que algunos insensatos quieren ahora desmantelar.