Borja Vilaseca es un periodista que, según sus propias palabras, llegó a tocar fondo y gracias a este descenso a los infiernos se planteó una serie de cuestiones fundamentales para superar la crisis personal en la que estaba sumido. Suena a manual de autoyuda, pero insiste en que también Sócrates y Séneca pueden tener efectos benéficos para la salud mental y para la vida práctica. El viejo lema del "conócete a ti mismo" es una fuente de dolor. A veces, incluso de horror. La verdad cruda suele serlo. El periodista o experiodista dio una conferencia en Palma sobre el asunto. Asegura que de poco o nada sirve quejarse y que la queja es como tomarse un chupito de cianuro diario. Lo que no aclara si el chupito en cuestión lo ingiere el quejica o la víctima del quejica. Eso habría que aclararlo cuanto antes, ya que la práctica humana, demasiado humana de la queja libera o desahoga al quejica, mientras que martiriza, tortura y machaca al interlocutor, pareja o con quien demonios comparta su vida el practicante de la queja. Ésta, mientras no sea perenne, libera y aplaca la furia del quejoso, pero si se instala en la vida cotidiana puede producir sarpullidos y deseos de asesinar, con perdón, al pesado de turno. De hecho, es el mismo quejica el que se asestaría con gusto un buen golpe para hacerse callar. Los libros de autoayuda están repletos de verdades como puños, rebosan sentido común y uno no puede más que ir asintiendo como un bobo a medida que está leyendo esa sarta de buenos consejos para una convivencia modélica. El encanto sedante de lo obvio que nos amansa el espíritu crítico y nos convierte en buenos como el pan. Cuidado con los peligros del sentido común, que sirve, eso sí, para andar por casa y no mear fuera de tiesto. Sin embargo, el mundo ha avanzado gracias a los que han carecido de sentido común, en muchas ocasiones equivalente a exceso de prudencia y, por tanto, a cierto miedo al fracaso.

Entiendo que Vilaseca, después de tocar fondo y pasarlo muy mal, se ande con tiento y se limite a decir las verdades del barquero que, de hecho, es lo que deseamos oír para tranquilizarnos. Se ha ridiculizado hasta el paroxismo el típico libro de autoayuda, servidor el primero, pero no podemos obviar la utilidad de sus enseñanzas, muchas de ellas de cajón o cojón, y disculpen. Pero vayamos un poco más lejos. Vilaseca afirma que hemos sido educados o, mejor dicho, fabricados o programados para ser consumidores y empleados. Trabajar para tragar y tragar para estar fuertes y contentos para seguir trabajando y que gire la rueda. Y eso, valga el sarcasmo, con suerte. Se trata de un máster que se imparte en la Facultad de Economía. El periodista que una vez tocó fondo se refiere a una nueva economía. No estaría mal investigar a qué se refiere Vilaseca. Al modo socrático y haciendo uso, salvando las distancias, de su método mayéutico, es decir, cuestionar con minucia todos los saberes y conductas adquiridos mediante una serie de preguntas que ponen en entredicho, o pretenden hacerlo, lo sabido hasta ahora. Es cierto, por otro lado, que en la actualidad no estamos para lujos de estas características y que, en fin, no podemos permitirnos gastar un dineral en másters que nos enseñen estrategias de crecimiento personal o a superar un vacío existencial cuando, ahí va otro sarcasmo y van dos, el vacío es más bien estomacal y en muchos casos cerebral. Todo esto los clásicos lo expresaban con mejor literatura. Marco Aurelio, Séneca, Epicuro, y tampoco hace falta irse tan lejos: Cristóbal Serra. Hay verdades como puños que llevamos escuchando desde que somos niños: si queremos que algo cambie, tenemos que ser nosotros quienes cambiemos en primer lugar. Nos educaron para ser empleados. Nos programaron para ser esclavos asalariados, dicho un poco en crudo. Y es cierto, pero dicho ahora queda lujoso y malcriado. Siendo verdad, resulta que en muchísimos, demasiados casos no estamos para despreciar ni rechazar empleos que rozan la esclavitud. Ese el drama. Pero Vilaseca infravalora el poder de la queja, reduciéndola al chupito de cianuro. La queja como fin es demoledora para el quejica o quejoso, pero es el primer escalón para lograr ciertas metas. La queja o el lamento nos han dado el blues, el flamenco o el fado. El punk más desaforado. Una vía de escape que se convierte en estilo. Pero como hilo musical o sonsonete diario resulta cansino y hasta desesperante. Añadir ruido al ruido no deja de ser un acto inútil y molesto. Inane. Así pues, se trata de no quejarse y de actuar en silencio. De aparcar la pancarta y de ponerse manos a la obra. Pero, ¿qué manos, qué obra? En fin, no empecemos a quejarnos a derrochar nuestro preciado cianuro.