Todo es finalmente una cuestión de escala o de perspectiva. Nunca por ejemplo me he sentido tan europeo como en los años en los años en los que trabajé como corresponsal en la capital estadounidense y tuve ocasión de viajar por aquel inmenso país.

Sentí que tenia mucho más en común con cualquier otro expatriado del Viejo Continente, ya fuera escandinavo y, a fortiori, si se trataba de gente de origen latino, que con cualquiera de los norteamericanos con los que me relacionaba en mi trabajo o en mi vida diaria.

Nuestra visión del mundo, de la sociedad, de la economía, de la política, incluso de los conflictos armados era por lo general mucho más similar que la que pudiera haber con la mayoría de los ciudadanos de aquel inmenso país.

Un ensayista estadounidense, Robert Kagan, escribió que los europeos somos de Venus y los norteamericanos, de Marte, y con todo lo que haya de generalización, y aunque él se refería sobre todo a cuestiones estratégicas y militares, algo de razón tenía al remarcar las diferencias entre unos y otros, aunque seamos todos occidentales.

Quiero decir con esto que uno puede sentirse a la vez español y europeo. Son identidades perfectamente compatibles. Todo depende de la escala. Lógicamente puede haber diferencias de nivel de educación, de clase social y de otras cosas, pero puede mucho más el hecho de compartir una forma de vida, unos hábitos, una historia, una cultura.

Tal vez por haber nacido en Madrid, una ciudad abierta y sin acusada personalidad, y haber pasado más de la mitad de mi vida adulta fuera, me resulta incomprensible el sentimiento nacionalista separador que se está manifestando con mayor virulencia en nuestro país conforme se avanza en la difícil - y por el momento poco democrática- integración europea.

Siempre me ha parecido una tremenda patochada eso de "orgullo de ser español". Y lo es, aplicada la frase a cualquier gentilicio. Uno es de donde es, pero podría haber sido de cualquier otra parte. Lo cual no quiere decir por supuesto que no sienta una especial afinidad a su cultura, un interés más acusado por la historia de su pueblo o una más natural simpatía por sus conciudadanos.

No se entiende, sin embargo, que esos sentimientos tengan que ser excluyentes, que no puedan coincidir en la misma persona distintas identidades a modo de círculos concéntricos.

¿Por qué no puede ser uno, pongamos, catalán, vasco o gallego, y sentirse como tal, pongamos, en Extremadura o Canarias, pero no catalán y español a un tiempo, cruzados los Pirineos, igual que se sentiría europeo nada más pisar cualquier otro continente?

Me atrevería a decir que eso sería lo más natural del mundo si, aprovechando las crisis, el descontento y la desorientación de muchos en estos tiempos de globalización, no viniesen tantas veces los demagogos, esos pescadores en río revuelto, a calentar las cabezas, a agitar banderas, a inventarse un pasado más o menos mítico, y agravios donde nunca los hubo, a explotar lo que divide y minimizar u ocultar lo que une. Sólo porque aspiran muchas veces a ser cabeza de ratón.