El problema catalán no se resolverá si España plantea la solución como un trágala, o si se enconan las posiciones hasta generar odio y detestación. Tan sólo podrá avanzar hacia salidas aceptables para ambas partes si se mantiene cierta delicadeza en el manejo de las situaciones, si se prefiere la seducción del otro a la imposición, si se sobrevuela la cotidianidad para poner de manifiesto los magníficos vínculos que nos unen y que han rendido frutos esplendorosos en lo intelectual pero también en lo político y en lo social: nunca prosperaron tanto estos pueblos como durante estas tres décadas largas de democracia pletórica.

Dicho esto, es evidente que el asunto está impregnado de decisivos elementos sentimentales, que se prestan a la exageración, a la tergiversación e incluso a la manipulación. Por ello, es necesario que los ciudadanos dispongan de cabal información sobre las diferentes opciones que se presentan ante ellos. Sobre todo, cuando han de acudir a las urnas, reclamados por las instituciones. Y en concreto, antes del 25 de noviembre, cuando el electorado deberá responder al requerimiento del gobierno de la Generalitat, que ha convocado las elecciones autonómicas para plantear sus pretensiones soberanistas.

En dicha fecha, los ciudadanos han de saber, de entrada, que la opción de la independencia no se alcanzaría con facilidad, ni después de recorrer un camino de rosas. La Unión Europea no vería como es natural con buenos ojos una secesión que, además de sentar un precedente, crearía un doble problema, el de la solicitud de un nuevo Estado y el de la ruptura de otro, con graves quebrantos de toda índole, y en una coyuntura en que el afán principal es la integración de la Eurozona y no una mayor fragmentación que lance señales equivocadas a los mercados y a la comunidad internacional.

El reconocimiento o no de Cataluña por Bruselas sería cuando menos polémico, dado que una parte mayoritaria de la opinión se decantaría por las posiciones ya anunciadas por la comisaria de Justicia, Viviane Reding, quien como se sabe ha invocado el artículo 4.2 del Tratado de la Unión, que señala que la UE deberá respetar las estructuras constitucionales y políticas y la integridad territorial de los Estados miembros, cuya determinación es competencia exclusiva de éstos. Lo que impediría que la Unión reconociese una declaración unilateral de independencia de una parte de un Estado miembro. Como mínimo, se abriría un largo proceso de incertidumbre y provisionalidad, semejante al que hoy padece Kosovo, un país paria que, por cierto, todavía no cuenta con el reconocimiento unánime de la UE (Grecia, España, Eslovaquia, Rumanía y Chipre no lo han reconocido).

En otro orden de ideas, hay que desmentir asimismo que una secesión pueda conducirse con guante de seda. Aun sin imaginar siquiera la irrupción de la violencia, es claro que una ruptura deja heridas, que no es realista la imagen idílica que difunde el nacionalismo catalán de la posibilidad de disfrutar de varios pasaportes a la vez „el catalán, el español y el europeo„ en prueba de cosmopolitismo: una secesión no es del todo pacífica en ningún caso, ni moderna „la reconcentración nacionalista es reaccionaria„ ni genera simpatías internacionales. En definitiva, la hipótesis de la independencia no puede vestirse con ropajes gozos sino al contrario: abriría una etapa de convulsión, regresión, inseguridad y caos. Conviene que se sepa.