No deja de ser curioso que a los europeos nos hayan dado el premio Nobel de la paz, teniendo en cuenta los hechos históricos ya sean antiguos o recientes por los que hemos pasado. Durante los dos siglos anteriores, uno entero y el otro apenas de estreno, Europa ha estado en el centro de las contiendas guerreras más notables pese a que se hable de ellas en términos de Primera y Segunda Guerra Mundial. Una vez perdida la condición de ombligo del mundo por lo que hace a las artes y a las ciencias, Europa ha seguido al frente de las empresas guerreras orientadas hacia la vertiente nacionalista que condujo a la dispersión de los Balcanes. Y si se sostiene que se ha premiado justo la búsqueda de nuevas fórmulas de convivencia plasmadas en la Unión Europea, cabría preguntarse hasta qué punto es ése un logro digno de premio. Lo parecía hace años, antes de que la crisis económica hiciese saltar en trozos todos los acuerdos prendidos con alfileres acerca de lo que es y lo que quiere ser la Unión. El único éxito en verdad grandioso ha sido el que hubiera sido mejor ahorrárnoslo „en el sentido estricto del término„, es decir, la Europa de los burócratas. Con un sinfín de foros, cámaras, comisiones, comisariados y presidencias, nadie sabe en realidad quién manda y, en consecuencia, nadie obedece. Pero el equilibro entre mandar y obedecer, mandar de forma sabia y obedecer, por eso mismo, de buena gana, es la clave profunda de la paz.

El episodio del brote independentista catalán pone muy bien de manifiesto en qué forma la Unión Europea es algo borroso hasta la saciedad. El presidente Mas sostiene como núcleo de su discurso que Cataluña no puede someterse a la pertenencia a España pero quiere seguir en Europa. La traducción de semejante paradoja al román paladino obliga a entender que dependiendo de España hay que seguir una disciplina en diversos ámbitos del que el fiscal parece ser el más importante pero eso no sucede en absoluto con la Unión Europea. Así nos va el pelo. La paz social exige una justicia distributiva y ésta, a su vez, una disciplina fiscal muy seria. Pero tal cosa no es, por lo que hace a Europa, ni siquiera un plan de futuro al que quepa poner fechas precisas. Más allá de los discursos oficiales, los artículos de opinión y las cumbres políticas „de las que salen acuerdos que no parece necesario cumplir„, ninguno de los instrumentos que desde los tiempos de Locke y Hobbes articulan el concepto de bien común parece ser capaz de bajar de los cielos y habitar entre nosotros.

En tales condiciones, el premio Nobel de la paz a Europa parece un chiste. En su peor versión, el chascarrillo recordaría la cantidad de veces que el máximo galardón de la paz se ha ofrecido a verdaderos artífices de la guerra. En la mejor de todas las interpretaciones, se diría que a la Unión Europea le han dado un premio de los llamados crepusculares, los que hay que entregar al prócer venerable cuanto antes porque se nos muere de viejo. En ésas estamos.