Uno habla con compañeros que trabajan lo mismo en empresas privadas que en organismos públicos y escucha muchas veces parecidas quejas. Representantes sindicales que atienden sólo a los propios intereses, que "van sólo a lo suyo" y, a la primera de cambio y sin el menor rubor, dejan colgados a quienes depositaron en ellos su confianza para que defendieran sus intereses. Compañeros que se aprovechan de sus cargos sindicales sólo para evitar perjuicios o medrar en la empresa, y no precisamente gracias a sus propios méritos.

Que no se me malentienda. Se trata sólo de malas hierbas. Uno ha creído siempre y sigue creyendo en la necesidad de los sindicatos para la defensa de los intereses de los trabajadores. Sin ellos, seguiríamos teniendo seguramente jornadas de doce horas y semanas laborales de siete días. Y no se habría abolido seguramente tampoco el trabajo infantil. Nada se le ha regalado nunca al trabajador. Todo ha exigido duros sacrificios. El movimiento sindical ha sido instrumental para conseguir los avances de todos estos años. Durante el franquismo, muchos sindicalistas pagaron con su vida o con la cárcel. Y ya en la democracia han desempeñado también un papel clave para afianzar ciertas conquistas, muchas de esas que ahora algunos tratan de echar abajo.

Es significativo que en Estados Unidos, pero también en otras partes, los empresarios los consideren un estorbo y traten de poner trabas a sus actividades e incluso de prohibirlas si es que les dejan. Y es también muy elocuente la campaña que lleva a cabo desde hace algún tiempo la prensa más conservadora de nuestro país para desprestigiarlos: a los sindicatos y a sus dirigentes.

Todo eso es cierto, pero hay algo que vemos ocurrir con demasiada frecuencia lo mismo en los sindicatos que en los partidos. Hay quienes se meten en ellos, no por simpatías ideológicas o coincidencias con sus planteamientos, no porque consideran que así ayudarán a dejar el mundo mejor de como lo heredaron de sus padres, sino pura y llanamente para lucrarse, y ello sin que les asalte el mínimo escrúpulo. Prueba de ello son los casos de corrupción que mancillan a todos los partidos: por desgracia también a los de izquierda, que deberían, por el contrario, dar ejemplo, como tantas veces lo dieron en el pasado.

A todo ello ha contribuido sin duda el desarme ideológico al que asistimos sobre todo desde la caída del muro de Berlín. Desarme que ha posibilitado que incluso bajo gobiernos socialdemócratas, aquí como en otras partes, haya crecido el foso entre una minoría de la población asquerosamente rica y una mayoría cada vez más pobre. Algo de lo que los partidos que se dicen de izquierdas deberían como mínimo avergonzarse. Está claro que sin sindicatos y sin partidos, todos perderíamos, y mucho. Pero hace falta, es urgente una tarea de desbroce. Algo que debemos acometer sin miedo y sin dilaciones. Se trata de salvar la democracia. O al menos, una democracia que sea digna de ese nombre.