La clase política es la tercera preocupación de los españoles (CIS) y en nuestra comunidad (Quaderns Gadeso). No se salva ni el apuntador, ni gobiernos ni oposición. No se puede negar que con excesiva frecuencia los políticos se han ganado a pulso tal mala fama por la corrupción, y/o porque sus discursos poco o nada tienen que ver con los graves problemas que sufrimos los ciudadanos. Tal percepción es grave, aunque pueda ser injusta en su generalización porque no todos los políticos son corruptos, ni todos "pasan" de los ciudadanos. Pero si tal crítica sólo se refiriera a las personas físicas de los políticos, el mal podría tener solución cambiando a "tales" o "cuales" en la próxima convocatoria electoral. Pero la crítica va más allá.

El desprestigio de los partidos políticos es mayúsculo. Se les percibe como "máquinas" de poder, con escaso contenido ideológico, con reducido bagaje democrático interno, cuyos "aparatos" eligen a sus candidatos en las diversas convocatorias electorales según su grado de fidelidad. Lo que es preocupante porque los partidos políticos son las organizaciones a través de las que se articula la representación de la soberanía popular.

Los partidos políticos, así como otras organizaciones representativas, surgen en el siglo XIX. Cumplieron funciones básicas en la organización de la convivencia en los inicios y consolidación del sistema democrático. Pero los ciudadanos y sus estructuras sociales han vivido y seguimos viviendo unos procesos de cambios acelerados, a los que las distintas organizaciones (también los partidos) tienen dificultades de adaptación. Deberán reconstruir su discurso político sin renunciar a su ideología pero considerando los intereses de los ciudadanos, revisar la posibilidad y conveniencia de listas en el interior de las candidaturas partidistas, implantar un sistema de primarias (en el que no sólo participen los militantes) en la elección de candidatos. Los partidos y sus dirigentes deberán comprender que la participación ciudadana no se agota en votar cada cuatro años, los ciudadanos y le realidad compleja y cambiante obliga a buscar y encontrar mecanismos de participación de los ciudadanos directamente y/o a través de organizaciones representativas. El cambio es urgente, a pesar de las resistencias. A no ser que consideremos que los partidos políticos son perfectamente prescindibles, sustituyéndolos por fórmulas tales como gobiernos de tecnócratas aparentemente sin ideología y presuntamente eficaces, a los que los ciudadanos no hemos elegido. Sin olvidar la aparición de organizaciones populistas, normalmente ubicados en la extrema derecha, que explotan el malestar de los ciudadanos.

Pero todavía se va más allá. Los parlamentos, donde reside la soberanía popular, son objetos de duras críticas, con excesiva frecuencia con fundamento. Pero la solución es peor que la enfermedad. Véase la Cospedal en Castilla-La Mancha, y otros seguidores en determinadas sensibilidades del Partido Popular, reduciendo el número de representantes en las instituciones (especialmente en los parlamentos) porque con la mitad o una tercera parte puede hacerse lo mismo, y ya que estamos que dejen de percibir salarios por su dedicación. Sin duda es necesario revisar las diversas administraciones (Estado, autonomías, ayuntamientos€), su eficiencia y su distribución de funciones. La dedicación y salarios de los políticos pueden revisarse, pero la solución no es que su dedicación se reduzca a los "tiempos libres", y que el acceso a la política sea coto privado de las personas con recursos y/o patrimonio. Otros, aprovechando que el Pisuerga pasa por Valladolid, proponen sin complejos eliminar las autonomías regresando al centralismo, porque las CC AA son la raíz de todos los males (incluida la deuda soberana) gestionadas por "chorizos e incompetentes". Y juntando el hambre con las ganas de comer, surgen los Neo-Com para los que el estado y sus diversas administraciones son un lastre y un estorbo. No se trata de convertirlas en más eficientes, sino en borrarlas del universo aprovechando la actual filosofía de la austeridad y reducción del déficit y otras lindezas.

Nuestra democracia es muy perfeccionable. Pero todas y cada una de tales iniciativas, aparentemente amparadas en la eficacia, son bombas de relojería a las mismas esencias de la democracia.