A China no le tose nadie. Ese continente, ese mercado omnipotente, la caja fuerte de las deudas del resto del mundo, ese lugar aparte, un paraíso de la falta de libertad sin derecho siquiera a la mala fama, posee un sistema inmunitario por el cual si alguien ataca la integridad de su hermética dictadura, o le infecta con alguna actitud indeseable, se inicia un proceso de limpieza contra la amenaza que puede acabar con la destrucción de una célula o un millón, lo mismo da. El último en gozar de los efectos del aparato todopoderoso que rige al Gigante Rojo es uno de sus hijos carismáticos: Bo Xilai. Político en alza, populista, de discurso atractivo para las masas centrado en la vuelta a los viejos valores revolucionarios de defensa de los pobres y del legado maoísta, cruel en sus métodos incluida la tortura y seductor en maneras y palabras, fue miembro del Comité Central, ministro y alcalde, cometió el error de hacerse notar contra quienes hoy propugnan reformas y ha pagado con la defenestración de sus cargos y la expulsión del partido comunista, que lo ha puesto en manos de la justicia. Ahora se abre una investigación contra él por corrupción, con un pronóstico serio, pues cabe añadir que su esposa, Gu Kailai acaba de ser condenada a cadena perpetua (se libró por los pelos de la pena de muerte) como autora del envenenamiento de un hombre de negocios británico, Neil Heywood, su socio, a causa de una disputa económica. El mayor escándalo político en el país en décadas.

En el auge y caída de Bo Xilai hay que notar que es hijo de Bo Yibo, uno de los ocho inmortales del partido comunista que ostentaron el mando de China durante los ochenta y noventa. Su familia había padecido los efectos de la Revolución Cultural con cinco años de prisión y otros tantos de campo de trabajo, durante los cuales el progenitor sufrió torturas y la madre fue apaleada hasta morir. Semejantes antecedentes, que en algunos se traducirían en alergia al poder y sus métodos, forjaron el carácter de Bo, afiliado al partido desde 1980. Desde ahí todo fue ascender, su nombre sonaba como candidato al todopoderoso Comité Permanente del Politburó, hasta su vertiginosa caída acusado de corrupción, abuso de poder, de recibir sobornos y de haber interferido en la investigación del crimen cometido por su esposa, intentando ocultarlo, lo que se saldó con la rocambolesca huida del jefe de policía que llevaba el caso. Curiosamente, a semejante montón de delitos se suma el haber mantenido relaciones sexuales "impropias" con numerosas mujeres, conducta que el partido comunista chino prohíbe expresamente por considerarla la antesala de las demás depravaciones. La guinda es un desmán que el pueblo entiende con facilidad si no alcanza a aclararse con el resto de descarríos.

China sigue siendo tan conservadora y tajante en sus costumbres sexuales como parece. Los analistas que esperan con expectación que el mes que viene se celebre el XVIII Congreso de los comunistas, en el cual se escenificará un relevo generacional que tendrá al actual vicepresidente Xi Jinping como figura clave, han asistido con enorme interés a la caída a los abismos de Bo Xilai, el político perverso, pero además pervertido. Sin embargo, el gran público occidental ha seguido con mucho mayor entusiasmo la historia del oligarca inmobiliario Cecil Chao. El multimillonario de Hong Kong ha ofrecido una recompensa de 50 millones de euros al hombre "amable, generoso y de buen corazón" que conquiste el corazón de su única hija, lesbiana confesa y casada en Francia con su pareja femenina. La joven Gigi, de 33 años, no se ha tomado a mal la disparatada iniciativa paterna, digna de un periclitado cuento de príncipes y princesas, porque nace del amor. Chao, que tiene 76 años, tres hijos y nunca se ha casado aunque se jacta de haberse acostado con 10.000 mujeres, no concibe la homosexualidad, un tema tabú en toda China, incluida la excolonia. El Gigante Rojo que limpia su organismo de cualquier disidencia no puede por menos que tener las sábanas en orden. Que por ahí nace la otra corrupción.