Acaba de terminar la 67 Asamblea General de las Naciones Unidas (AGNU) y Nueva York recupera su excepcional normalidad un año más. La celebración de la AGNU revoluciona la ciudad de Nueva York de una forma difícilmente imaginable en una urbe de tales dimensiones pues se reúnen en ella casi dos centenares de jefes de estado y de gobierno que llenan los hoteles, hacen imposible encontrar reservas en los restaurantes o entradas para los espectáculos y bloquean las calles con caravanas de limusinas alquiladas provistas de ruidosas escoltas policiales que detienen el tráfico allá por donde pasan. La cosa aún se complica más por las largas comitivas de funcionarios, muchos de los cuales nada tienen que hacer en la ONU, que acompañan a sus líderes a costa del contribuyente para darse una vuelta por la que aún se llamaba la ciudad de los rascacielos aunque hoy el nombre quizás le cuadre más a Dubai o a Shanghai. Millares de burócratas vestidos de gris que deambulan por la ciudad con unos escapularios colgando del cuello que les acreditan como miembros de una delegación nacional y sin los cuales es imposible acercarse al edificio de Niemeyer o entrar en muchos hoteles. El paroxismo llega cuando se presenta en Nueva York el presidente de los Estados Unidos pues entonces la obsesión americana por la seguridad bloquea definitivamente la ciudad con cortes de tráfico generalizados y también aceras cerradas con vallas para los peatones. Circular o caminar entonces es un ejercicio masoquista. Nunca vayan a Nueva York en la tercera y cuarta semanas de septiembre, es un consejo de amigo.

Si todo eso fuera útil, quizás valdría la pena. Pero mi impresión, tras haber participado en muchas asambleas generales, es que cada vez tienen menos utilidad porque se han convertido en una ceremonia rutinaria donde los líderes intervinientes se limitan a hacer discursos que nadie allí escucha (salvo si uno es presidente de los EE UU o provoca escándalos como solía hacer Gadafi en sus buenos tiempos) y que están dirigidos a la opinión pública de su propio país. No sé si se fijaron en las imágenes del hemiciclo de la asamblea cuando habló nuestro presidente. Estaba vacío. Y no me extraña cuando según los medios su principal aportación fue decir que España optaría a un puesto en el Consejo de Seguridad para el bienio 2015-2016. ¿A quién le importa eso, que en todo caso se negociará a otros niveles durante los próximos meses, en los que tendremos que competir con Nueva Zelanda y con Turquía, que también han presentado sus candidaturas? ¡La votación final tendrá lugar en octubre de 2014! No critico al señor Rajoy, los demás hacen lo mismo y la reunión se convierte así en una sucesión de monólogos dirigidos al mercado interior, como cuando el ministro de Exteriores sirio dijo, sin el menor rubor, que lo que pasaba en su país era culpa de terroristas extranjeros apoyados por algunos gobiernos occidentales. ¡Vivir para ver! Hay excepciones, pero son pocas aunque forzoso sea reconocer el papel de válvula de escape que tiene la ONU. Mejor hablar que pelearse.

Como digo, todo el mundo utiliza el foro neoyorquino para dirigirse la propia parroquia. El discurso de Obama de este año tuvo tintes electoralistas y estuvo destinado a la opinión americana en un intento de desmontar las críticas de Romney a su política exterior, acusada de debilidad y falta de liderazgo, al tiempo que trataba de apaciguar al primer ministro israelí, Netanyahu, para que no le cree problemas bombardeando Irán antes de las elecciones estadounidenses. El propio líder israelí aprovechó la tribuna para calmar a su opinión con un mensaje de firmeza sobre Irán adobado con el dibujo de la línea roja de la paciencia israelí. Es cierto que ambos, Obama y Netanyahu, han hecho una seria advertencia a Ahmadineyad pero sus mensajes iban tanto o más dirigidos a sus propios electores. Da también la impresión de que el israelí ha llegado a la conclusión de que las elecciones las ganará Obama y que le conviene mejorar su relación con él. No es difícil.

Quizás la única novedad reseñable de esta asamblea sea el anuncio de los palestinos de solicitar su ingreso en la ONU como estado no miembro, al estilo del Vaticano. Tras su fracaso el año pasado cuando su pretensión de ser admitidos como estado miembro se topó con el veto americano en el Consejo de Seguridad, este año recurren al voto de los 193 estados que integran la asamblea donde no hay vetos que valgan y donde tienen una amplia mayoría asegurada. Pero para no irritar a los americanos y no interferir en sus elecciones han pospuesto la votación hasta después del 7 de noviembre. Este asunto traerá cola.