Han pasado casi cuarenta años desde la muerte del dictador y nos hemos acostumbrado a creer que vivimos en democracia. Que las leyes de nuestro país defienden los derechos humanos. Que los tres poderes de nuestro país, el legislativo, el gobierno y los jueces defienden nuestro bienestar. Nos han convencido que tenemos libertad de pensamiento, de expresión y de asociación. Que estamos tutelados por una justicia independiente, que la ley es igual para todos y que la Constitución garantiza los derechos democráticos.

Pero la democracia no es un estado final. Por el contrario, es susceptible de ser perfeccionada y una mirada crítica a alguno de sus aspectos siempre es un ejercicio saludable. Y en este afán, comprobamos con tristeza que la democracia española no cumple lo que se espera de ella.

Para empezar, el gobierno del pueblo casi no existe. Su única y magra opción se limita a aceptar una lista cerrada que hunde a los candidatos en una cárcel de mediocridad. Además, no puede haber elección si no hay información. Elegir sin conocimiento no es elegir; es como jugar a los dados: uno puede elegir el seis sin ninguna razón válida; se podrá ganar o perder, pero ninguna opción es más razonable que otra. El caso es que hasta ahora, ninguna campaña electoral tuvo intención, ni formativa, ni informativa. Pocas veces se dieron razones objetivas por las cuales era mejor elegir a unos que a otros, ni por qué unas decisiones debían dar mejores resultados que otras. Siempre fue más fácil controlar la televisión y en su inmensa mayoría, los votos fueron ciegos. Igual hubiera sido intentar convencer sobre las ventajas de votar el seis al caer un dado. Pocas veces se supo quién era el más preparado, el más inteligente, o el más honrado. Y, por si fuera poco, se eligieron candidatos en base a programas y promesas escritos para ser olvidados.

La democracia exige el derecho de expresión y de asociación. Pero, igual que en los peores momentos del franquismo, estos días hemos visto como este derecho era ferozmente mutilado. Nadie vio que la policía intentase proteger el Parlamento; la brutalidad injustificada no se utilizó contra los provocadores. Fue arbitraria, contra quien estaba más cerca o contra quien grababa los hechos en su teléfono. Quienes estaban en el peor lugar y en el peor momento serán juzgados y severamente castigados a pesar de que ni fueron violentos, ni se detuvo a los verdaderos violentos. Pero esto sólo es el principio: está en marcha la ley Gallardón que criminalizará la resistencia pasiva. Contra el derecho de expresión, el Gobierno impone el miedo.

Todos los ciudadanos „dice la Constitución„ son iguales ante la ley. Parecería un chiste si no hubiera más de cinco millones de españoles sin trabajo o privados de vivienda. A cambio, los políticos tienen privilegios escandalosos e inmerecidos. Como ellos hacen las leyes, lo primero que buscan es el provecho propio. Las leyes que dictan son para el pueblo bajo; ellos son los nuevos tiranos.

Pero el problema es mayor porque sus leyes ni siquiera se cumplen. Porque la Justicia es ineficiente y los grandes delincuentes tienen todas las facilidades para quedar impunes. La justicia sólo existe para quien la paga y los grandes defraudadores son premiados con amnistías. Los verdaderos culpables de la crisis, los políticos que vaciaron los bancos y las cajas de ahorros no son perseguidos y, sobre todo, nunca devolverán lo defraudado. Porque, por si acaso, ni los jueces ni los fiscales son independientes.. y los gobiernos los utilizan sin escrúpulos.

En resumen, el poder ejecutivo dispone de la televisión y la usa, no para educar, sino para controlar. Afirman que las circunstancias externas „o acaso fuerzas misteriosas e imprevisibles„ obligan a las dolorosas decisiones que deben tomar. Aunque, en contra de lo que afirman, comprobamos que sus actos están cargados de ideología y se ensañan con la educación y la sanidad públicas. Los periódicos demuestran diariamente que el gobierno sólo busca „y consigue„ el beneficio de unos pocos. Tergiversa el bien común con leyes que, cuando no son arbitrarias, son injustas.

Viendo esta lamentable democracia, a uno le viene a la memoria lo que la Asamblea Nacional Francesa decidió en 1798: "Toda sociedad en la que la garantía de los derechos no esté asegurada, ni la separación de poderes definida, no tiene Constitución". Esta es nuestra realidad. Así estamos. Muchos temen que se esté abonando el camino a las ideologías extremistas, como ya ocurre en Grecia, en Francia y quizás en algún otro país. De momento, el nuestro se está librando. Todavía domina el sentido común, lo cual es no poco sorprendente. Pero la tranquilidad no durará mucho tiempo y los 25 de septiembre se van a repetir. Siempre nos dijeron que el pueblo nunca se equivoca. Pues bien; ahora está empezando a hablar. ¿Hay alguien escuchando?