El rey intervino el martes en la polémica suscitada por la manifestación independentista pidiendo la secesión de España y la asunción por parte de Mas, el presidente de la Generalitat, de este objetivo, "Cataluña necesita dotarse de estructuras de Estado". Es difícil imaginar una intervención en la vida política como la declaración en la página web de la Casa del Rey "€lo peor que podemos hacer es dividir fuerzas, alentar disensiones, perseguir quimeras, ahondar heridas€", sin concluir que responde a dos cuestiones. La primera es que la manifestación del 11 de setiembre y la aceptación por parte del presidente catalán de sus postulados, es un acontecimiento político de una extrema gravedad, que solamente una mente tan desnortada como la de Rajoy puede calificar como una simple algarabía. La segunda es que el rey ha percibido que, después de una real desafección por una parte de la ciudadanía hacia su persona, se requería su intervención para apuntalar el statu quo. A nadie se le oculta que un proceso encaminado a la secesión de Cataluña implica necesariamente reformas constitucionales y la posibilidad, por tanto, de replanteamiento de la monarquía como forma del Estado. En estos momentos el rey no sólo se ha implicado en la defensa de la integridad de España. Se está fajando en la defensa del futuro de la monarquía.

Rajoy se ha situado espalda contra pared y ha proclamado que la Constitución es la respuesta al independentismo. En cierta forma es la misma respuesta que obtuvo el Plan Ibarretxe cuando su discusión en el Congreso de los diputados. Pero es necesario señalar algunas diferencias. El Plan Ibarretxe surge del gobierno de una comunidad autónoma asolada por el terrorismo donde la libertad es un sintagma que no tiene correspondencia en la vida diaria ni en el ejercicio de la política y en una situación económica y social que nada tiene que ver con la crisis económica que sufrimos, el desencanto de la ciudadanía ante el fracaso del sistema político y el convencimiento por parte de capas numerosas de la población de que otro funcionamiento de la democracia es posible. Es comprensible que ante la desesperación que produce el desempleo, los recortes en sanidad, educación, dependencia, las brutales subidas de impuestos y de servicios públicos, los escándalos protagonizados por los banqueros a los que se rescata con dinero público, la falta de ejemplaridad de la clase política y hasta del rey, cada vez más ciudadanos reclamen el cambio de las reglas de juego. En los temas de financiación de las autonomías, no parece justo que aquellas que generan mayor riqueza y de las cuales obtiene el Estado mayores ingresos „Madrid, Balears, Cataluña„ se vean postergadas en la clasificación de comunidades por el grado de financiación y de servicios públicos. Por lo menos sería exigible, como en la estructura federal de los länder alemanes, que la solidaridad interregional no supusiera que las comunidades más dinámicas económicamente tuvieran peores servicios y financiación que el resto. A las reclamaciones de Cataluña, que deberían ser también las nuestras, se respondió desde el Partido Popular con desdén y con campañas de boicot a los productos catalanes. Esto es lo que hay que arreglar ya.

La independencia es un desatino porque efectivamente debilitaría al país, es un camino a lo desconocido, contrario al proceso de construcción de una Europa más unida e integrada con una dirección política, monetaria, económica, exterior y de defensa común. Donde los Estados Nacionales deberían ir diluyendo su soberanía, trasladándola al proyecto común. Desengáñense, la lucha por la libertad, la razón, la claridad, el rigor, la seriedad, el esfuerzo, la tolerancia, la igualdad de oportunidades, en suma, la Ilustración, no han sido características propias españolas, sino de Europa. El éxito de la Contrarreforma en España es el fracaso de la modernidad. Y las pulsiones independentistas no son sino las versiones posmodernas del cantonalismo de las guerras carlistas del siglo XIX, el nacionalismo, azuzadas por la injusta financiación autonómica y por la tradicional incomprensión del poder central hacia características culturales indeclinables, especialmente con la lengua catalana. También, hay que decirlo, el apetecible bocado de una clase política caciquil, endogámica y corrupta que, insaciable, aspira a un poder sin limitaciones.

La aparición en todos los medios de comunicación de un reportaje gráfico de la familia del príncipe de Asturias es otra de las patas de la ofensiva de recuperación de imagen de la monarquía. Se trata de asegurar la corona y tener abierta la posibilidad de la abdicación en la figura del heredero, en el caso de que fuere necesaria, si el rey no lograra remontar sus problemas de imagen tras los últimos acontecimientos protagonizados por él. En su caso, para reforzar a través de la imagen de una pareja joven, supuestamente comprometida con el país, con un talante simpático y parecida manera de ver las cosas a la de cualquier otro matrimonio joven, el futuro de la monarquía. Para ello se resalta el perfil de Letizia, supuesto anclaje a la realidad de la opinión, de la educación, de la ciencia, de la cultura, de unos personajes más identificados con el papel cuché del ¡Hola!, el protocolo de los actos institucionales, la pompa y los yates de recreo. Lo curioso es que hayan acudido a la fotógrafa de la agencia Magnum, Cristina García Rodero, que es la artista que ha tenido como objeto privilegiado de su trabajo el tremendismo español: los nazarenos, los visionarios, los raros, lo pintoresco, lo religioso, lo mágico de lo rural. A mí me han parecido fotografías banales aunque hayan pretendido captar la magia del instante informal frente al encorsetamiento y la rigidez habituales, similares a la que se pueden ofrecer en un reportaje a cualquier personaje del corazón.

A aquellos que claman por una abdicación, pensando que la solución a los problemas de la monarquía es entronizar a Felipe les recordaría una anécdota del siglo XVIII protagonizada por el poeta Alexander Pope. A éste, que acariciaba en su fuero interno desprecio por los reyes „el rey de la Gran Bretaña era Jorge II„, le bastó una muestra de respeto que le dio el príncipe de Gales para fundir su contumacia. Federico Luis le preguntó cómo podía apreciar a un príncipe, si tanto le disgustaban los reyes. La respuesta de Pope fue: "El cachorro de león es inofensivo, e incluso juguetón, pero cuando le crecen del todo las zarpas se torna cruel, y es terrible, y malicioso".