El término "funcionario" tiene mala prensa. Aún hay quien piensa en los tiempos de Larra y su indolente y casi sádico "vuelva usted mañana". Sin embargo, un buen funcionario es una pieza clave en el engranaje de la sociedad. El recorte brutal de sus sueldos equivale, en muchos casos, a una pésima calidad en los servicios públicos. Es un hachazo indiscriminado. Aún hay quien tiene en mente al típico funcionario de ventanilla, que se pasa el rato mirando las musarañas y alimentando la clásica mala uva del hombre sentado. Es cierto que todavía existen. Aunque también es cierto que habría que rehabilitar al funcionario y darle su justo valor, ni más ni menos. Un buen funcionario ayuda a que el país funcione. Así de claro, y valga la redundancia. Y si éste empieza a ver cómo sus ingresos van siendo adelgazados hasta la mínima expresión, entonces no podremos quejarnos si un polícía no ejerce su trabajo, si una enfermera no tiene todos los medios para echarnos una mano, si un médico de urgencias no aparece o si, ahora sí, ese señor de la ventanilla no puede ayudarnos en nada ante un lío burocrático. Ah, el viejo laberinto de la burocracia. No sé si el número de funcionarios es excesivo o escaso. Lo que sí sé es que un funcionario, un buen profesional del funcionariado público es esencial para que la rueda siga girando sin obstáculos y sin chirridos desagradables para el oído. Para ello habrá que quitarse de la cabeza esa visión chata del funcionario, un hombre o mujer grises que no nos miran a los ojos, en lugar de articular una frase se limitan a gruñir o a ladrar y además tratan de hacernos la vida aún más imposible, si cabe. Y a menudo, cabe. Lo digo porque encontrar a un buen funcionario no es nada difícil, aunque parezca lo contrario. Alguien que esté en el lugar indicado y que tenga los conocimientos indicados y la habilidad para resolver unos problemas que, sin su ayuda, serían un auténtico calvario. Eso en cuanto a los funcionarios visibles, porque luego están los que ejercen un trabajo sordo y eficaz, esos que trabajan en los sótanos y que gracias a su dedicación y esfuerzo consiguen que sus compañeros de superficie tengan éxito de cara al público. Por ello, castigar a este sector supone un castigo que el propio país se inflige a sí mismo.

Empobrecer al funcionario y a la clase media supone hacer votos a favor de la precariedad y, por tanto, es apostar por el mal humor constante y progresivo. Por no hablar de la destrucción de los servicios públicos, esos que cuando funcionan pasamos por alto y damos por hecho, pero cuando comienzan a agrietarse y a fallar es cuando empiezan los tembleques y la sensación de que la sociedad se resquebraja. Entonces llega el momento de agradecer como bien se merece la diligencia y la disponibilidad del funcionario, del buen funcionario, se entiende. Este es un tema que han tocado y analizado con mayor conocimiento de causa firmas como las de José Carlos Llop o Daniel Capó. Yo me limito a dar constancia como observador y usuario. Un buen funcionario nos facilita la vida y nos saca de apuros, sobre todo a quienes nos movemos casi como seres kafkianos en el a menudo enrevesado ámbito de la burocracia. De ahí que moler a palos su ya de por sí ajustada economía redunde en un seguro malestar del ciudadano. Desde la Salud Pública hasta Hacienda, desde cualquier instancia que debamos completar hasta cualquier vicisitud de orden legal o laboral. El funcionario, de esta manera, ni debe ser mimado hasta el sonrojo, ni muchos menos maltratado e incluso vilipendiado. Así como existen funcionarios mediocres, también los hay impecables. Gracias a estos últimos, la existencia se torna más agradable. Es cuando podemos hablar de eso que llaman el bien común y que, a menudo, es el menos común de los bienes. Y el bien común no es más que la suma de individualidades bien tratadas. No me dirán ustedes el alivio que supone el encontrarse con un funcionario amable y eficaz, que en lugar de encadenar una ristra de peros y dificultades —los hay que disfrutan, sobre todo en Mallorca— nos abre vías de acceso y nos despeja el camino cuando creíamos que entrábamos en un túnel o en un callejón sin salida. Castigar a estos funcionarios, insisto, es lo mismo que castigar al conjunto del país.