No es necesario haber leído a Maquiavelo o a Shakespeare para saber que la mentira es un arma política. Lo es en tiempos de paz y lo es en tiempos de guerra, donde se le llama propaganda: en plena indignidad siempre se viste a la mentira con un traje digno, para disfrazar el horror que desencadena. En tiempos de paz la mentira no provoca horror, e incluso hay a gente que le hace mucha gracia –no teniendo ninguna–, o que la utiliza como un modo de vida para medrar engañando, es decir, robando a los demás la porción de verdad que les corresponde. Pero la mentira institucional degrada la vida social e instala el descrédito en el centro de la vida pública. Es posible que la gran mentira de estos últimos años haya sido la corrupción, que es, también, otra manera de medrar engañando y socavar, por tanto, la ética que debería existir en el espacio público a fin de mantener y reforzar el bien común.

Pero hay otra forma de mentira que abofetea al ciudadano desde un lado y otro y que sólo su apuesta por una de las voces mentirosas impide que las Urgencias de las clínicas estén llenas de cuellos rotos, tanto y tan potente es el abofeteo de aquí y de allá y vuelta a comenzar, como en un enloquecido partido de tenis. ¿Cuándo empezó el guirigay? ¿Cuándo la mentira se instaló en el centro de lo público y apenas se ha desplazado un ápice? Lo pensaba ahora que el oráculo de Bruselas ha confirmado que el déficit público era mayor que el anunciado por el gobierno anterior, dando la razón al gobierno actual. ¿Cuándo empezó todo? Al margen de Darwin y el Génesis, quiero decir.

Debí quedarme dormido al hacerme la pregunta, porque apareció en la sala un capitán de barco que no era Haddock, alguien habitual en casa. Era Apostolos Mangouras, que capitaneaba el Prestige en el momento fatídico frente a las costas gallegas (expresión que queda muy de parte meteorológico). Mangouras no hablaba: jugaba al backgammon con una sombra que no pude distinguir bien: la sombra saltaba del perfil de Aznar al de Cascos y luego al de Zapatero y Pajín. Mangouras iba perdiendo y la sombra reía con risa macabra. Pero había otras sombras –técnicos de costas, capitanías de marina– de las que no pude definir ni un rasgo: la marea de chapapote se me venía encima y desperté sobresaltado. Ahí estaba la primera clave de la mentira colectiva: una suma de desgracia, errores humanos y estulticia política, convertida por obra y gracia de la oposición –sin olvidar la responsabilidad del gobierno– en lo que nunca fue: un atentado del poder a la ciudadanía. A la calle, pues, que dicen en el Norte. Y a mi amigo Mangouras –¿quién es ése?– que le partiera un rayo.

Continué durmiendo y llegó el fantasma del 11 de marzo en Atocha. Se presentó cubierto con distintas sábanas: la del empeño de un gobierno narcisista en afrontar el shock nacional en solitario y jugar al ventajismo oportunista; la de su empecinamiento en negar lo que toda Europa ya anunciaba: que la matanza era islamista; y otra más donde se dibujaba el acoso opositor a las sedes del partido en el poder. Alta política: ni en el Congreso de Viena. Eso pensé en el sueño: ¿dónde estaba Metternich? ¿Dónde Talleyrand? Y vi que las mentiras del Prestige iban transformándose en otra que no nos trajo más que tensión y aumentó la dependencia de la mentira como forma de relación pública. Acabó llamándose la teoría de la conspiración y duró y duró y aún dura, aunque más apaciguada, y vuela a veces, con sus alas mucilaginosas, por ahí. La negación de la verdadera naturaleza del 11-M fue la Gran Mentira de parte de la derecha, hija especular de la rebelión del chapapote por parte de la izquierda.

Se supone que la clase política debe articular y no disgregar y pocas cosas disgregan tanto a la larga como la mentira. Ocurre en la amistad, en la familia y en la sociedad. Son una bomba de relojería de la que nadie tiene el conmutador para detener el avance de su tic-tac. Cuando estalla aparece el populismo ya sin necesidad de camuflarse. Yo continuaba durmiendo y me pareció oír eso, que esa bomba estallaba. Pero pensé que era de mentiras.

Postdata: esta semana que es de luto en Mallorca. La sicalíptica gestión de Sa Nostra –vamos a ser delicados– ha acabado con el cierre de su Centre Cultural de la calle Concepció, un lugar que en las últimas décadas lo fue de cultura y civilidad. Literatura, cine, música, debate... la lista de nombres, de vidas y de ideas sería interminable. Su relación como reflejo y enriquecimiento cultural de nuestra sociedad, impecable: ahí estuvimos todos. Y lo mismo fue la labor de los cines Renoir que también cierran. Las películas en versión original y las películas que por no ser excesivamente comerciales pudimos contemplar en ellos, también son memoria de una de los mejores rostros de la vida: los trabajos y los días del hombre cuando sabe hacer bien las cosas. A partir de ahora la vida en Palma es más pobre. Bastante más pobre y eso, a la larga, se acaba pagando. Como la mentira.