Que la novela en catalán del siglo XX se asienta en dos pilares llamados Villalonga y Rodoreda es indiscutible, pero quizá los haya que no estén de acuerdo. Que la novela mallorquina en catalán del siglo XX tiene sus dos cumbres en Villalonga y Porcel admite poca discusión pero puede admitirla y no seré yo –habiendo buena narrativa entre los seniors y los juniors– quien me meta en estos berenjenales. Que un libro firmado a dos por Villalonga y Porcel ha de despertar curiosidad máxima en nuestra cultura, también quiero imaginarlo indiscutible (aunque uno, a veces, es iluso). Que si ese libro encierra la correspondencia privada y a menudo íntima entre Villalonga y Porcel, su materia ha de despertar ya no curiosidad sino un interés superior –a todos los niveles: desde el personal y social al literario, pasando por el académico y el chismoso–, me parece tan evidente que toda duda sería mera retórica. Pero ¿lo es? ¿Sería retórica? Sólo he de añadir aquí otra cuestión: si alguien nos dijera que ese libro encierra el pensamiento esencial del Villalonga personaje y del Villalonga escritor y la formación, tanto como persona cuanto como escritor, de Porcel, ¿no pensaríamos que tenemos ante nosotros algo así como la piedra Rossetta de la narrativa mallorquina del siglo XX?

Pero he de seguir añadiendo. ¿Y si esa piedra Rossetta nos hablara del papel de maestro –en sentido casi griego– de un inteligentísimo Villalonga y de discípulo –en sentido parecido– de un astuto y eficaz –consigo mismo y sus intereses– Baltasar Porcel, no saldríamos corriendo a leerlo, no fuera que nos estuviéramos perdiendo una de las claves representativas de lo que hemos sido –como sociedad y como cultura y, sobre todo, como literatura–, de lo que somos y de lo que es más que probable –como destino insoslayable– que continuemos siendo? Mallorca quintaesenciada, en fin.

Pues nada o muy poco de eso se ha percibido estos meses –y sí mucho silencio– ante la aparición del libro de más de 800 páginas –se dice pronto– escrito a dos manos por Villalonga y Porcel. O mejor: a tres manos de Villalonga y una de Porcel, que es quien guardaba todas estas cartas. Y lo mismo podría decir de su eco barcelonés: escaso cuanto menos y en su mayor parte sesgado o despistado, e imagino que dolido –aquí un gran silencio– por el malparado retrato que se hace en estas páginas del editor Joan Sales y su mujer Núria Folch, ahora dos intocables, lo que son las cosas. Y sólo se me ocurre una manera de interpretar lo que digo: el libro –casi olvidaba su título: Les passions ocultes. Correspondència i vida (1957-1976)– ha disgustado profundamente. O dicho de otra manera: encierra tantas cargas de profundidad para el discurso del establishment cultural, que se ha optado por pasar de largo, reducirlo (como los jíbaros las cabezas enemigas) o convertirlo en una cosa distinta a la que es. Ni siquiera se ha atrevido nadie a ponerlo en cuestión –a desmontarlo– no fuera que pudiera llegarse a la conclusión de que el rey va desnudo. (Tómese únicamente como hipótesis).

Lo que me conduce a otras preguntas inevitables: ¿es una sociedad inteligente (y moderna) aquella que da la espalda, falsea o ningunea todo lo que de sí misma, por elevado que sea, le disgusta? Una sociedad así, ¿encierra alguna esperanza en su futuro, o de tanto maquillar cadáveres acaba apreciando sólo el formol? La cultura de esa misma sociedad, ¿tiene de verdad horizonte o está destinada a vivir atrapada en una de esas campanas decimonónicas de cristal –tan nuestras y tan horribles, por cierto– con floreros hechos de copiñas y caracolillos de mar? O de otra manera: el riego sanguíneo de la cultura, ¿no depende de las formas de vivirla, de asumirla, e incluso de afrontar sus diferentes caras, que tiene la sociedad donde nace?

Los dos personajes de este epistolario, que se lee tan apasionadamente como una buena novela (frase hecha pero cierta), son un viejo novelista que apenas ha hecho nada en su vida de lo que aconseja a su discípulo –y así le ha ido, podríamos decir– y un joven narrador, tan joven como ambicioso, que quiere convertirse en escritor de gran calado –tal cual: Hemingway o Faulkner como colegas (digo bien) a superar– y que empieza como un joven puritano y acaba con la moral –si puede aplicarse el término– de un condottiero.

He dicho moral y aquí debo acudir al maestro –porque de maestro o tutor ejerce en todas las páginas– Villalonga. Mi gran sorpresa –en algunos momentos desagradable, debido a mi simpatía por su obra y en parte, vida– ha sido descubrir a un Llorenç Villalonga completamente amoral, que desde esa amoralidad establece una doble hermenéutica: la de la vida –de gran sabiduría cínica y práctica (lo que resulta curioso tratándose de L.V.) ahora que la ejerce desde la atalaya de los años y en privado– y la de algo que siempre he detestado y que es ese engendro, o idolillo adorado por tantos, que ha venido en llamarse "carrera literaria". Entre ambas cosas cabe todo: desde el noble vuelo del águila real al cotilleo infecto; desde la sabiduría del hombre culto e inteligente a las mezquinas maniobras de mesa camilla; desde la grandeza de quien cree que la ha perdido –o que no la tuvo nunca– a la convencida aspiración de quien aún no la posee y considera que merece tenerla. Porcel, mientras tanto, permanece a la escucha y en la tercera parte gana y se destapa como el hombre que ya es con una formidable carta de enfado con su maestro, que es, a su vez, uno de los mejores pasajes del libro. Y este libro tiene infinidad. De excelentes pasajes, digo. En fin, que es un libro que si nos pusiéramos a subrayar todo lo notable y llamativo de sus páginas, quedaría en puro tachón.

Llorenç Villalonga es el gran escritor de Mallorca, de vocación europea –de hecho la alzada de su vuelo es comparable a otros de sus contemporáneos franceses e italianos–; con una voluntad primera –que le duró hasta mediados de los cincuenta, él con cerca de sesenta años– de ser un escritor culto y en castellano en una España literaria más propensa al realismo tosco, y con un destino –ya para siempre– de gran clásico de la novela catalana. ¿Hay quién dé más? Y sin embargo se le sigue arrinconando en la anécdota circunstancial y el detalle malevolente, cuando no bajo la sombra de la guerra civil y su pensamiento conservador como anatema de los pensadores en serie. El velo de este templo provincial que a todos cobija menos a él –también es verdad que ni lo buscó, ni necesitó– se rasga estrepitosamente en Les passions ocultes. Repito: estrepitosamente. Por si no bastara con su obra. (Mañana lunes, segunda y última parte).