Supongo que cada época cuenta con su hermenéutica particular. El siglo XX fue el siglo de los "ismos": del marxismo al existencialismo, pasando por Freud, Jung y los estructuralismos más diversos. A pesar de su condición coyuntural –como cualquier otra moda–, la quintaesencia del "ismo" consiste en su voluntad totalizadora. Sostiene que la realidad debe adaptarse a la ideología, por poco acertada que sea. Su valor, en todo caso, sería homeopático: ingerido en pequeñas dosis ilumina y alumbra aspectos de nuestras vidas. Pero, como teoría omnicomprensiva, termina convirtiéndose en un pálido reflejo del mundo. Ya se sabe que siempre hemos necesitado mitos.

Hablaba del siglo pasado, aunque en realidad quiero referirme al presente. Cada vez más, la ciencia adquiere la categoría de intérprete universal. La psicología, por ejemplo, ha sustituido el diván por el estudio de los primates. La agresividad humana, la religiosidad o la noción de familia se hacen derivar también de ventajas evolutivas, por lo que Darwin sigue imperando, a menudo con razón. La otra gran rama de la hermenéutica actual sería el vasto campo de las neurociencias, que indagan en los mecanismos del conocimiento: ¿Cuál es el mecanismo de la toma de decisiones?, se preguntan. ¿Somos libres o estamos predeterminados? ¿Sobre qué bases cerebrales se sustenta la percepción de la belleza? ¿Y captamos la realidad tal cual es? De hecho, el debate se remonta a varios siglos atrás. Se sitúa a mediados del XVIII, la famosa anécdota que enfrentó al obispo Berkeley con el escritor Samuel Johnson. Berkeley sostenía que no podemos saber cómo es en verdad un objeto, sino que sólo podemos llegar a percibirlo. Escéptico, Johnson le refutó dando una patada a una piedra. El estudio del cerebro humano, sin embargo, parece dar la razón al viejo obispo anglicano. Esta semana, la editorial Destino ha publicado Los engaños de la mente, un ensayo escrito por dos neurocientíficos de Phoenix, Susana Martínez-Conde y Stephen Macknik, donde se afirma que "los seres humanos no vemos el mundo como es, sino como creemos que es o como queremos que sea". La ficción se mezcla entonces con nuestra percepción de las cosas: "Tenemos la ilusión de que nos enteramos de todo -añaden-, pero no es así. Sólo vemos con nitidez una fracción pequeñísima del campo visual. [...]. El cerebro utiliza algoritmos para rellenar el resto, hacer inferencias y construir esta simulación de la realidad que todos experimentamos". Los neurólogos consideran que esta economía mental es positiva ya que permite centrar la atención en lo esencial, obviando lo accesorio.

Las modas, como les decía, son volátiles, por lo que no me extrañaría que, dentro de cien años, nuestra lectura de la condición humana casase poco con la actual. No en vano, ¿quién se declara hoy en día existencialista como hacía buena parte de la juventud europea en los años sesenta y setenta? Pero eso no supone que debamos desdeñar la ciencia. A lo largo de la historia el hombre avanza a tientas, discerniendo los fragmentos de verdad que descubre a su paso. Por eso mismo la tradición es el eje que nos sostiene, a la vez que constituye el marco que nos permite depurar las convicciones del presente. Si la mente funciona en un modo ficticio la mayor parte del tiempo, no nos debe extrañar la pulsión fabuladora del ser humano. Aunque sólo sea porque la novela nos enseña a comprender las aspiraciones y los deseos del hombre mucho mejor que cualquier teoría de hoy o de ayer.