Opinión

Manuel Molina Domínguez

Monstruo peligroso

Al pasear por el parque era habitual tropezarse con su ingenua mirada. Pequeños ojos inocentes incrustados en un rostro engañosamente feroz. Un bozal cubriendo en todo momento su boca, dejando al aire tan sólo los orificios de una naricilla que olfateaba la brisa con curiosidad. El cachorro hembra de pitbull, de unos seis meses de edad, no era muy diferente en instinto y carácter al resto de perros de otras razas (los perros no entienden de razas, sólo los humanos lo hacemos). Con una mente infantil e intrínsecamente buena dentro de un cuerpo hirsuto, el pequeño animal solía caminar correa al cuello, casi sin respiro, paseado por su circunspecto dueño (éste último, a veces, de uniforme). En muy contadas ocasiones se detenían, y entonces, la pequeña perra husmeaba la hierba con disimulo. Mirando de reojo, ilusionada con que apareciera alguien que le hiciera algo de caso o le dirigiera una palabra amable. De pronto, otro perro correteando hacia ella, o la ligera caricia de algún paseante disparaban su alegría. No podía evitar entonces ponerse a trotar escandalosamente. Como una pequeña locomotora saltando a la comba. Con una expresión de absoluta y pura felicidad brillando en sus oscuras pupilas. Sin embargo, la reacción de su amo era siempre la misma. Contrariado porque su cancerbero no fuera tan atemorizador y fiero como le habían prometido al comprarlo, retorcía cruelmente con un pellizco imposible una de las orejas del animalito, cuyos alaridos se oían a centenares de metros a la redonda. En otras ocasiones golpeaba con sus puños, repetidamente, sin compasión (y con la contundencia de un valentón Tyson aficionado que sabe que el saco no le devolverá los golpes) el pequeño lomo de la quejumbrosa y atemorizada perra.

Fueron pasando varios veranos, con sus sucesivos inviernos. La pequeña hembra fue haciéndose más grande y robusta. Y también más circunspecta; como su dueño. Había aprendido a caminar maquinalmente, como un robot, sin mirar a nada ni a nadie; como su dueño. Obediente a la más mínima indicación –casi siempre acompañada de un certero golpe– de su orgulloso y henchido amo. Los demás perros, por algún extraño y ancestral instinto, ya no se acercaban a ella. Ni ella hacía ademán alguno para jugar. Tampoco las personas que antiguamente solían acariciarla se atrevían a hacerlo desde hacía tiempo, escarmentados en la piel del pobre animal por las furibundas reacciones del malencarado propietario.

Una mañana de domingo los avatares del destino se encargarían de que un niño del vecindario coincidiera junto a su puerta en el instante en que perra y dueño se asomaban para iniciar el paseo. El azar querría que en ese momento el animal consiguiera zafarse. El pequeño –habituado, por tener perro en casa, a los animales bien tratados– se acercaría con la mejor intención. La noticia en la prensa del día siguiente hablaría de que un perro enloquecido había atacado a un niño. De cómo el animal se habría ensañado durante interminables minutos, negándose a soltar y con tal fiereza, que el pequeño estaría en estado crítico: desfigurado y con su vida corriendo serio peligro. El respetable propietario mostraría públicamente su consternación, sin poder explicarse lo sucedido: su perra era obediente y estaba bien adiestrada. De eso se había encargado él personalmente; faltaría más. Opiniones de expertos ilustrarían el artículo, analizando el "difícil carácter" de los perros potencialmente peligrosos. Acompañaría al texto una foto del animal tras una reja de la perrera: con unos ojos en los que muchos verían indudable ferocidad; pero que también reflejaban pánico, desamparo y una gran confusión. La perra, que nunca conoció el cariño ni el afecto, acabaría sacrificada.

Al cabo de un tiempo (cumplido el plazo de privación establecido judicialmente) su frustrado dueño, provisto de un puñado de dinero –y de una nueva licencia no más difícil de obtener que las de caza–, se dirigiría a una tienda o criadero a fin de adquirir otro perro. Otro cachorro al que adiestrar. A su imagen y semejanza.

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