Opinión
Juan José Millás
Algo es algo
Por la mañana puse un par de huevos a hervir, para la ensalada del mediodía, y me olvidé de ellos y estuvieron cociendo hasta que el agua se evaporó y entonces la base del cacharro debió de ponerse al rojo vivo y la cáscara de los huevos se quemó y tras la cáscara comenzaron a carbonizarse la clara y la yema. Yo permanecía abstraído en la lectura del periódico, que ese día venía fatal, leerlo era como leer tu propia necrológica, como asistir a tus propios funerales, como abrir el sobre de una biopsia desastrosa, incluso de una autopsia desalmada. Era el periódico una mezcla de malas noticias y de un diagnóstico sin esperanza. Pero yo hurgaba en él de manera enfermiza, en sus Cartas al Director, desde luego, y en todo lo demás, que había devenido en una crónica de sucesos, hasta el editorial parecía sacado del antiguo El Caso, aquel periódico de crímenes y parricidios y violaciones infinitas. Yo permanecía abstraído, digo, en la lectura de la prensa, cuando noté el olor a quemado y fui como un rayo a la cocina y de los dos huevos no quedaba otra cosa que una materia oscura pegada al fondo abrasador del cazo. Para que hubiera habido una desgracia, me dije, o dos desgracias, porque ya el día anterior me había ocurrido algo parecido con la sartén, solo que en este caso el aceite se incendió y yo hice lo peor, que fue cogerla por el mango y colocarla bajo el grifo. No se debe. Lo aconsejable, tras cerrar el gas, es cubrir la sartén con una toalla grande que deje sin oxígeno a la llama.
El caso es que puse otros dos huevos a hervir, en un cacharro nuevo y permanecí delante de ellos sin quitarles el ojo de encima, por si acaso, hasta que se completó la cocción. Y mientras el agua hervía pensé, Dios mío, en la cantidad de cosas puestas al fuego de las que nos olvidamos. En ese instante habría en mi ciudad, no digamos en Nueva York o en Tokio o Nueva Delhi, miles o millones de ollas olvidadas con algo hirviendo o quemándose en su interior. Cazuelas de gente sola, de ancianos con Alzheimer, de jóvenes despreocupados, de cocineros despistados. Y yo no podía hacerme cargo de ellas, sobre todo después de lo que me acababa de ocurrir, así que me conformé con asegurarme de que tenía la puerta bien cerrada y de que la cisterna del retrete no goteaba. Algo es algo.
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