Opinión
Eduardo Jordá
Muertos
Los vi hace tres meses, en Washington, en el Memorial dedicado a los soldados muertos en Vietnam, allí donde se reúnen los familiares para tributarles un homenaje tocando su nombre grabado en la piedra negra. Era una pareja de unos sesenta años, los dos muy blancos de piel y con el pelo entre rojizo y canoso. Los dos, ella y él, eran cortos de vista y tenían que acercarse mucho al memorial, y se ponían y se quitaban las gafas, porque el sol se reflejaba en la piedra y hacía muy difícil ver los nombres. Los dos parecían venir del campo, de algún lugar de la América profunda, y vestían como suelen hacerlo los americanos menos sofisticados: él con su gorra de béisbol y una chaqueta vaquera y unas zapatillas deportivas, y ella casi igual que él, sólo que sin gorra de béisbol.
Ya que los dos se parecían bastante, imaginé que eran dos hermanos buscando a su padre, que murió cuando era un hombre mucho más joven de lo que ahora habían llegado a ser sus hijos. O quizá buscaban a su hermano, que murió cuando ellos eran muy jóvenes o quizá niños. Los dos estaban a mi lado, pero estaban tan concentrados buscando el nombre que ni siquiera se habían dado cuenta de mi presencia. Miraban hacia arriba, y luego hacia abajo, y como no encontraban el nombre, volvían a ponerse las gafas y luego se las quitaban. Yo había estado leyendo los nombres de los muertos, e incluso había apuntado algunos: James E. Clegg, Ronald G. Hack, David E. Huffmann…, y me pregunté si aquel Clegg o aquel Hack o aquel Huffmann sería el nombre que ellos buscaban.
Me hubiera gustado ayudarles, y estaba a punto de hacerlo, cuando me di cuenta de que yo no podía inmiscuirme en un acto que era una ceremonia íntima que quizá repetían todos los años, a lo mejor en el aniversario de la muerte, así que cada mes de octubre aquella pareja se compraba un pasaje de autocar y viajaba hasta Washington y se iba al Memorial de los Caídos en Vietnam a homenajear a su padre, o a su hermano, o a quien fuera. Y ellos tenían derecho a hacerlo sin pelmazos que interrumpieran su recogimiento, así que los dejé en paz, hasta que al cabo de un minuto oí que el hombre soltaba una exclamación, y se inclinaba casi hasta el suelo, y luego se levantaba y le señalaba a su hermana —o a su mujer, o a quien fuera— un nombre perdido entre aquella maraña de nombres. Y los dos se inclinaron a la vez, y la mujer rozó con la punta de los dedos aquel nombre que casi estaba en el suelo, y luego lo hizo él, y los dos se quedaron inmóviles, en cuclillas, con la vista fija en aquella placa de piedra volcánica que reflejaba sus caras, muy juntos los dos, no sé si rezando o pensando o llorando. Me hubiera gustado hacerles una foto, pero eso también hubiera sido una intromisión, así que me alejé de allí, y diez metros más allá me volví y los miré, y ellos dos seguían agachados frente a la placa, y ahora era la mujer la que tocaba con la mano el nombre de su padre, o de su hermano, o de quien fuera. Sólo que esta vez la mujer sollozaba, aunque hacía todo lo posible para que no se le notase, y encogía el cuello y se ponía las gafas, pero yo supe que la mujer estaba llorando porque el hombre le pasó la mano por el hombro y le dijo algo al oído, y la mujer se serenó un poco, y se puso en pie. Y el hombre hizo lo mismo. Y los dos se fueron muy despacio.
No sé nada de lo que pudo hacer aquel hombre que había muerto en Vietnam y que había sido el padre o el hermano de aquella pareja. No sé si fue un héroe o un cobarde, si fue un tipo decente o un tipo despreciable, si se comportó como un hombre o si lo hizo como un perro. No lo sé. Y tampoco sé si fue a aquella guerra convencido de que estaba haciendo algo que estaba bien, o si fue a la fuerza porque necesitaba pagarse una casa o una carrera universitaria, como tantos otros de los muertos que había en la placa, por ejemplo los hispanos Domingo Mendoza o Napoleón Martín, cuyos nombres no estaban muy lejos del suyo, y que quizá habían muerto en la misma batalla. Pero algo me dijo que aquel hombre no podía haber sido un mal tipo, si cuarenta años después de su muerte había dos personas agachadas frente a una placa de piedra negra, tocando su nombre con la punta de los dedos, y rezando, y recordando, y llorando.
Me acordé de aquella pareja hace una semana, cuando vi las fotos de los marines que meaban sonrientes sobre unos talibanes muertos en Afganistán. Y me pregunté si aquel soldado muerto en Vietnam, al que lloraban sus hijos o sus hermanos, hubiera hecho lo mismo.
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