Opinión
Jordi Martí
Espectáculos lamentables
Estamos asistiendo a una sucesión de espectáculos lamentables, cada uno de los cuales por separado, bastaría por sí solo para que el ciudadano medio, el que acabará pagando la crisis con sus impuestos, ponga en duda la validez de nuestro modelo de democracia. Los ciudadanos del Estado español vemos cómo cada día nos cuesta más caro un supuesto Estado del Bienestar que nos ofrecerá aspirinas y listas de espera ante un infarto o un cáncer, a precio de tratamiento de lujo en un hospital privado. Porque la actual subida de impuestos del gobierno de Rajoy convierte nuestra cada día más precaria sanidad y nuestra escuela cada vez más tercermundista, en una estafa institucional: nuestros impuestos, cada vez más elevados, tapan los agujeros de la administración, cuyos servicios al ciudadano se recortan sin descanso. El equivalente, en el sector privado, sería ir a comprar un coche y que de repente nos costara un veinte o un treinta por ciento más y en lugar de coche nos entregaran una carrocería sin motor y dos ruedas en lugar de cuatro. Lo dicho: una estafa.
Los tribunales y los titulares de prensa están colapsados con los casos de corrupción que se han destapado desde la puesta en marcha de la Fiscalía Anticorrupción en España. No se engañen, si los condenados por corrupción devolvieran todo lo que robaron a las arcas públicas, ello no nos sacaría de la crisis. Lo que ocurre es que uno, en su lado cínico, no puede evitar pensar que la metáfora que mejor describe esto de la corrupción es la del iceberg: que lo que sabemos es sólo una décima parte de lo que ocurrió. Me da la impresión de que los casos de Matas, Urdangarín, Camps, etc., esconden una época de vacas gordas en que la corruptela era general. Ellos han llegado a los tribunales. Que lo paguen si se demuestra su culpabilidad. Pero me da a mí que muchos de los que ahora les critican, disfrazándose de honestos ciudadanos, se dedicaron, más o menos, a lo mismo, lo que puede que con más habilidad o con menos sentido de la impunidad. Y por eso no han salido a la luz.
La columna principal de la democracia no es el sistema de partidos, sino la Justicia. Cuando los políticos fallan, quien garantiza el Estado de Derecho son los jueces. Ver a los corruptos del caso Gürtel llevar ante el Supremo al juez Garzón, que inició la instrucción del proceso contra ellos, es un espectáculo que nos debería llenar de vergüenza. Puede que dentro de cien o doscientos años nuestros descendientes se descojonen de risa con una farsa basada en estos hechos –si es que para entonces aún existe el teatro. Puede que casi tanto como los ciudadanos del resto de democracias occidentales cuando ven cómo en este país se juzga también al mismo magistrado por el execrable crimen de haberse atrevido a iniciar el primer proceso en treinta y pico años de Transición contra el régimen ilegal, asesino y totalitario de Franco. O puede que no, puede que una farsa basada en estos hechos resulte para entonces tan insulsa como para nosotros ver cómo Moratín defendía hace doscientos años el derecho de las mujeres a elegir marido. No sé. El mundo cambia muy deprisa. Lo que sé con seguridad es que a mí, en estos momentos, el juicio a Garzón no me hace ninguna gracia. La verdad. Y contemplar cómo gestiona la crisis el actual gobierno del Estado, mucha menos todavía.
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