Opinión

Antonio Papell. Twitter: @Apapell

Un espectáculo indecente

La voz quebrada, vacilante, nerviosa del presidente del tribunal que el pasado martes comenzó a juzgar a Garzón para pedirle cuentas por su escrutinio sobre la corrupta "trama Gürtel" cuando investigaba el gran latrocinio ponía de manifiesto que algo iba mal en aquella extemporánea y absurda representación. El magistrado, Joaquín Giménez, era consciente de que el Tribunal Supremo estaba jugándose los restos de un prestigio menguado que la Justicia de este país no ha sabido ganarse en el ya largo tramo democrático. Una Justicia que ahora muestra sus míseras querellas internas ante todo el orbe, porque la sensación que han trasmitido las docenas de periodistas internacionales que observan atónitos el espectáculo es la de que se cuece una oscura vendetta, se dirime un asunto de celos profesionales, se abre la espita de una caldera repleta de resentimientos, sin otro fundamento jurídico real.

Garzón, el juez estrella aplastado con frecuencia por el peso de su exorbitante ego, no es un ser angélico que ahora resulte víctima de una tribulación gratuita. Garzón tiene recámara, en la que se guardan su insólito y sospechoso viaje a la política, su retorno ruidoso con el asunto del Gal bajo el brazo, sus heterodoxias constantes, su afán de figurar en primera línea, su audacia un tanto agresiva en ocasiones. Y probablemente en su ya largo desempeño profesional, que cesó por la fuerza hace poco más de un año, ha colmado muchos vasos de la paciencia y ha pisado demasiados callos. Pero los tres procedimientos que se siguen contra él –qué casualidad que de las docenas de querellas que se han presentado contra Garzón durante su trayectoria profesional de más de veinte años sólo hayan sido admitidas a trámite las tres últimas– tienen todo el aspecto de constituir una especie de "Basta ya" de la corporación judicial contra la arrogancia exorbitante de un magistrado que, en el desempeño de su papel justiciero, perdió quizá en algún momento la noción de los límites de su propia tarea.

En el caso concreto que se juzga en primer lugar –las escuchas a imputados en el "caso Gürtel" que podrían haber vulnerado el derecho a la defensa–, las explicaciones dadas por el juez son contundentes: se decretaron escuchas a los imputados, no a los abogados que sin embargo formaban también parte de la trama delictiva (y están ya también imputados por ser parte activa en la ocultación y blanqueo del dinero procedente de la corrupción), se especificaron en el auto cautelas para preservar la relación imputado-abogado, las escuchas fueron aceptadas y aun impulsadas por el Ministerio Fiscal, y cuando Garzón fue desposeído de la causa, su sucesor en la instrucción las mantuvo sin variación alguna. ¿Dónde está, pues, el delito de prevaricación? Pero aún hay más: si existieran indicios de irregularidad, lo lógico hubiera sido que, mediante el correspondiente recurso, la instancia superior hubiera desactivado las escuchas improcedentes e invalidado las pruebas obtenidas por su intermedio. No todos los errores judiciales son delitos de prevaricación, obviamente.

En definitiva, será muy difícil que el Supremo convenza a la opinión pública, a la sociedad de este país, a la comunidad internacional que contempla este espectáculo indecente, de que este linchamiento de un juez obedece a estrictas motivaciones jurídicas. Hay en este asunto elementos cainitas, impregnados de corporativismo mal entendido, que se han aliado con los rescoldos guerracivilistas de un pasado todavía presente, que aún lanza macabras carcajadas sobre la inmadura modernidad de este país.

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