Opinión

Eduardo Jordá

Capitán Schettino

El caso del crucero italiano "Costa Concordia", hundido frente a la isla de Giglio por un capricho pueril del capitán –que hizo una maniobra muy arriesgada, acercándose demasiado a la costa, sólo para hacer sonar la sirena del barco en homenaje a la familia de su maître–, es una metáfora demasiado evidente del comportamiento de ciertos personajes que ocupan cargos de gran responsabilidad sin dejar de actuar como niños de parvulario.

Porque ahí tenemos a un comandante que pilota un barco de once pisos, casi tan grande como una ciudad entera, y que lleva a bordo 3.200 pasajeros y más de mil miembros de la tripulación, pero que aun así asume un riesgo innecesario por un simple capricho infantiloide, tal vez porque cree que su barco está tan bien equipado de tecnología de última generación que no podrá sufrir ningún percance. El problema es que el barco encalla y se le abre una importante vía de agua y sufre un accidente muy grave, lo que ya le ha costado la vida a once pasajeros –además de un número indeterminado de desaparecidos–, y encima ha hecho necesario un rescate costosísimo, con el riesgo subsiguiente de un derrame de petróleo en las costas de la Toscana. Y todo por una simple "reverencia", como dicen los marinos cuando se refieren a los saludos que hacen los barcos haciendo sonar las sirenas.

Y lo peor de todo es que ese capitán, que se llama Francesco Schettino, se asustó y no supo reaccionar a tiempo, hasta el punto de que provocó un motín de sus subalternos, que fueron los que al final dieron las órdenes de evacuar el barco. Pero el capitán tampoco supervisó la evacuación de sus pasajeros, sino que huyó a tierra, sin preocuparse de que se cumpliera la más sagrada de las leyes del mar, ésa que obliga al capitán a ser el último en abandonar el barco. Y por si fuera poco, mintió sobre su actuación, y dijo que estaba en el barco cuando en realidad estaba en tierra, y luego atribuyó el accidente a unos escollos que no figuraban en las cartas náuticas, cuando fue él mismo quien dio la orden de acercarse a tierra por una ruta inadecuada.

La inconsciencia de este capitán de crucero sería asombrosa, si no conociéramos ya la conducta de docenas de financieros y políticos y responsables públicos que han actuado con la misma estúpida frivolidad a lo largo de la pasada década. Estos dirigentes han dilapidado el dinero de los contribuyentes con una serie monstruosa de proyectos descabellados –aeropuertos, museos, palacios de congresos, circuitos de alta velocidad o subvenciones descaradas a sus propios amigos– que sólo tenían el propósito de ganar un puñado de votos o de halagar su inmensa vanidad. Y si se dedicaban a las finanzas, estos irresponsables invirtieron un dinero que no era suyo en operaciones temerarias que han terminado arruinando a sus bancos y cajas (aunque ellos mismos se enriqueciesen con ellas). Y todo porque esta gente se creía con derecho a hacer lo que le diera la gana, sin importarle ni la seguridad ni el bienestar de los que estaban a su cargo.

Por suerte se han conservado las grabaciones de las conversaciones telefónicas que sostuvieron, poco después del accidente, un oficial de la Capitanía de Marina italiana y el irresponsable capitán Schettino. En esas conversaciones, el oficial de Marina le da órdenes tajantes al capitán para que regrese al barco y se haga cargo de la evacuación, pero el capitán miente y se busca excusas para eludir su obligación. Ya que las tenemos, alguien debería reproducir esas conversaciones por la megafonía de todos los centros oficiales donde se administra el dinero público, para que los funcionarios y los políticos tuvieran constancia de cómo un servidor público hace valer su autoridad y sus conocimientos frente a la descarada incompetencia de un imbécil. "¡Maldita sea, vuelva a bordo!", le grita el oficial al capitán del barco. Y eso mismo deberían decirles los funcionarios a los políticos cuando éstos se disponen a acometer una de sus acostumbradas frivolidades.

Y esto no es todo. Tras el accidente del crucero, cientos de bomberos y submarinistas y tripulantes de guardacostas tuvieron que arriesgar su vida, por un salario miserable en comparación con el del capitán, para evitar en lo posible las consecuencias del comportamiento idiota de un irresponsable. Honor a estos servidores públicos. Y vergüenza eterna para los capitanes Schettino.

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