De Freud a Pinker, la vida contemporánea se mueve impulsada por el estricto compás de la psicología. Pensemos, por ejemplo, en el eclipse de las iglesias —del confesionario al gabinete psicológico— o en el rol que han desempeñado Jung y sus arquetipos en el mapa de la ciencia ficción: Star Wars o el cómic Promethea sin ir más lejos. Como todas las modas, muchos de los presupuestos de la psicología terminan desgastándose —es el caso de los manuales de autoayuda—, o simplemente palidecen dejando paso a una nueva dogmática. ¿Qué perdura del psicoanálisis freudiano en nuestros días? A nivel terapéutico muy poco, aunque su estela cultural continúe siendo potente. Harold Bloom ha escrito, en alguna ocasión, que la originalidad de Freud consiste en haber ofrecido una nueva hermenéutica del alma humana, una especie de mitología cuya retórica traspasa la sensibilidad del siglo XX. El cine y la literatura, la pedagogía y el arte nos hablan de esta centralidad freudiana, así como de la pérdida del sentido clásico de la libertad. Dicho de otro modo, con la psicología nuestra libertad resulta menos intensa, precisamente porque hemos decidido tener la conciencia bajo sospecha. Detrás de nuestros actos y de nuestros razonamientos siempre se oculta algo —llamémosle como queramos— que nos predetermina o condiciona. Para Freud será el subconsciente. Para otros —pienso ahora en Pinker—, es el propio peso biológico de millones de años de evolución humana.

Entre Darwin y Freud se sitúa Steven Pinker —quizás el psicólogo cognitivo más influyente del momento—. Muchos lo conocimos gracias a un ensayo fundamental, La tabla rasa: la negación moderna de la naturaleza humana, donde —desde un estricto darwinismo— niega que el hombre sea una hoja en blanco maleable hasta el infinito. El contexto social nos influye —es cierto— pero no hasta el punto de convertirnos en lo que no somos. Así, retomando el eterno debate entre lo innato y lo aprendido, Pinker sostiene la inmutabilidad aparente de la condición humana o, al menos, la extrema lentitud de las mutaciones. Digo sostiene, aunque tenga que matizar. En su más reciente libro, The Better Angels of Our Nature: The Decline of Violence in History and its Causes, el ensayista canadiense sugiere un cierto viraje de su tesis central. Pinker analiza la violencia en la sociedad actual y constata cómo ha disminuido, hasta el punto de afirmar que la guerra moderna sólo es posible en sociedades tribales o en culturas que no han pasado por el cedazo de la Ilustración. Pero, en realidad ¿es así? ¿Se puede juzgar el pasado con las anteojeras ideológicas del presente? ¿No se subliman en nuestra época —como en cualquier otra— ciertos rostros de la violencia que acaban siendo aceptados por la mayoría? En definitiva, como se pregunta el filósofo británico John Gray, ¿no es ingenuo sostener —volvemos a Darwin— que basten apenas unos siglos de racionalismo ilustrado para domesticar a los ángeles caídos de la naturaleza humana?

Y, sin embargo, uno simpatiza más con este último Pinker que con el anterior. El hombre es mucho más de lo que nos pueda enseñar la psicología o de lo que nos predetermina la biología; entre otras cosas porque en la misma raíz de nuestro ser se encuentra la capacidad de aportar, de añadir algo nuevo a lo que ya existe, y, por tanto, de mejorarnos a nosotros mismos y a los demás. Somos perfeccionables. Y quisiera creer que las sociedades también lo son.