Cuando sé que a algún amigo mío las cosas le van mal, le envío un enlace con un vídeo de YouTube en el que Ronnie Lane y su grupo, en 1974, hacen una maravillosa versión en directo de Ooh la la. No sé si existe la fórmula para atrapar la felicidad, ni mucho menos para trasmitirla, pero esta canción ha conseguido demostrarnos que todo eso es posible. Tampoco sé qué diablos pasó el día que Ronnie Lane y su grupo –de nombre Slim Chance– grabaron ese concierto en un estudio de la BBC (en aquellos lejanos tiempos todavía se tocaba en directo, y en horarios de máxima audiencia, en los estudios de las televisiones públicas). Ignoro si bebieron algo en el pub de la esquina. O si todos estaban viviendo en aquel mismo momento, cada uno por su cuenta, una hermosa historia de amor. O si simplemente estaban de buen humor y todo aquello ocurrió de la forma más natural: sólo tuvieron que subir al escenario y enchufar los instrumentos y decir "uno, dos, tres, cuatro" y marcar el ritmo y ponerse a tocar.

Quién sabe, y en el fondo da igual. Lo que sabemos es que esa canción, tal como ha quedado registrada, es una milagrosa cristalización de la felicidad. Si por felicidad entendemos una extraña mezcla de alegría y conformidad con nuestro destino que nos asalta de pronto, y que además nos trae la certeza inexplicable de que en el mundo existen la verdad y la justicia, y nosotros formamos parte de esa verdad y esa justicia, todos esos sentimientos han quedado atrapados en la canción. Si alguien quiere comprobarlo, basta que vaya a YouTube y teclee: Ronnie Lane, Ooh la la. Y entonces podrá presenciar el milagro. Basta que se fije en cómo sonríe Ronnie Lane. Y en cómo sonríe el tipo que toca el bajo. Y el que toca el acordeón. Y cómo sonríe la chica que sale bailando cancán al final de todo, cuando la grabación se corta de forma abrupta, aunque está bien que sea así, porque eso mismo es lo que nos ha ocurrido a todos cada vez que hemos sentido muy cerca de nosotros el misterioso aleteo de la felicidad: una interrupción súbita, un corte brusco, y zas, todo ha desaparecido.

Ya sé que los tiempos no están para muchas alegrías, pero justo por eso me gusta hablar de esta canción. De vez en cuando conviene olvidar la seriedad. Y de vez en cuando conviene dejar de hablar del paro y de la prima de riesgo y de los prestidigitadores financieros. Ya es hora de hablar de cosas que nos hacen sentir bien, y que además nos demuestran que el mundo podría estar algo mejor de lo que está, si fuésemos un poco menos incautos y menos codiciosos y menos imbéciles. Y para ello basta escuchar Ooh la la. Sí, eso mismo, escrito así, a la inglesa, aunque nosotros más bien lo escribiríamos Oh la la.

Esa canción estaba en un álbum de los Faces que se llama así, Ooh la la, pero no la cantaba Rod Stewart, que la consideraba una canción indigna de él, sino Ron Wood, que la había compuesto junto a Ronnie Lane. Recuerdo haber visto el álbum en una tienda de discos de la calle Jovellanos, y que lo escuché en unos auriculares, pero la música no me gustó y lo dejé. Fue una pena, porque Ooh la la era la última canción del álbum y me la perdí, aunque eso me permitió descubrirla en la versión posterior de Ronnie Lane, que salió –creo– en un single. Y por cierto, ya que estamos hablando de Ronnie Lane, recomiendo a cualquier aficionado a la música que vaya a YouTube y teclee Small Faces y escuche bien. Apuesto a que poca gente conoce a los Small Faces, el grupo de Ronnie Lane y Steve Marriott que hizo algunas de las mejores canciones de los 60.

Por desgracia, la historia de Ronnie Lane fue una historia muy triste. Cuando estaba en los Small Faces y luego en los Faces, nunca logró que le reconocieran su inmenso talento. Después, cuando quiso independizarse y formó un grupo propio –con el que grabó tres álbumes extraordinarios–, se arruinó organizando una gira por Inglaterra que incluía trapecistas, bailarinas de cancán, elefantes, coches antiguos y una troupe completa de circo. Luego empezó a sufrir los primeros síntomas de una esclerosis múltiple. Buscando una cura, fue de un sitio a otro, hasta que murió en una casa de un pueblo perdido de Colorado desde la que sólo se veía un álamo, un álamo solitario en medio del paisaje polvoriento. Eso fue en 1997, y por entonces casi nadie se acordaba ya de él. Pero no quiero terminar con una imagen triste. Al contrario. Pongan Ooh la la y olviden por un momento el mundo en que vivimos.