La figura del copago planea sobre nuestras cabezas: de hecho, la clase política de todos los colores está sopesando el coste, en términos de impopularidad, que tendría para ella la introducción de esta fórmula frente al coste de los ajustes, que ya son brutales y que no han concluido aún. En los últimos días, el "copago" ha saltado a la palestra en boca de la patronal —una de las "propuestas de los empresarios para superar la crisis" es precisamente la introducción del copago en los "servicios públicos congestionados"— y ha sido objeto de polémica en Cataluña, donde la oposición ha descubierto que el Gobierno ha manejado el concepto en sus documentos de trabajo, lo que sugiere que podría llegar a desarrollarlo después del 20N.

El mal llamado "copago" —debería decirse mejor ´repago´ puesto que el contribuyente debería pagar por segunda vez lo que ya ha pagado en primera instancia a través de impuestos— no sólo tiene un significado financiero, no sólo sirve para obtener recursos: también es un instrumento disuasorio que frena la demanda. En algunos países europeos se ha comprobado que, por ejemplo, la obligación de abonar una contribución simbólica al usuario de cualquier acto médico es suficiente para que determinados colectivos desistan de recurrir al servicio sanitario salvo en situaciones de verdadera necesidad. Expertos sanitarios dudan sin embargo de la eficacia de estos filtros, que dificultarían la medicina preventiva y que, en la práctica, tendrían un efecto discriminatorio en perjuicio de las clases más humildes.

Aun aceptando que el ´copago´ podría caber como último recurso si se modulase convenientemente –asegurándose de que nadie debería prescindir de los servicios públicos esenciales por insuficiencia de recursos-, tal fórmula debería evitarse por razones ideológicas, de las que ningún sistema democrático puede prescindir (el pragmatismo y el relativismo de nuestros regímenes no quiere decir que la política no tenga que basarse en valores y en principios). En efecto, nuestros modelos democráticos, que mantienen la igualdad y la solidaridad en el frontispicio de sus Constituciones escritas, han renunciado de hecho a mantener una progresividad fiscal significativa, después de que se aceptase, tanto en la derecha como en la izquierda, que una redistribución excesiva es castradora: frena el crecimiento económico y a la postre perjudica a todos. Pues bien: tal renuncia debe compensarse de algún modo, y la mejor manera de hacerlo, el mejor medio de asegurar la igualdad de oportunidades en le origen, es garantizando a todos unos servicios públicos universales, gratuitos y de calidad. Especialmente la educación y la sanidad, pero también la justicia.

La renuncia al copago no puede sin embargo ser compensada con ajustes que vayan más allá de las reorganizaciones que permitan aprovechar mejor los recursos disponibles; lo sensato será recortar otros gastos que no afecten a los grandes servicios públicos. Es cierto que sanidad y educación, por sí solos, consumen cerca del 80% del presupuesto de las comunidades autónomas, por lo que el margen para recortar en otras prestaciones es escaso. Sin embargo, y hasta este momento, ese margen no se ha agotado en absoluto: el despilfarro en acciones prescindibles no ha cesado, por lo que la sociedad civil tiene perfecto derecho a luchar por la indemnidad y gratuidad de sus servicios públicos fundamentales.