Hace bastantes años, tal vez en los ochenta, cuando el terrorismo etarra golpeaba de forma cotidiana, recuerdo que visité despacio el País Vasco y escribí, a continuación y en estas mismas páginas, que algún día veríamos bustos de asesinos protagonizando lugares relevantes de este país verdeante y bellísimo. Se habrían convertido en los héroes locales ante el asombro de sus víctimas, sobre todo de sus familiares, atónitos ante la humillación que tal situación significaría para cada una de las personas afectadas.

La verdad es que la intuición está a un tris de hacerse realidad con esa confusa paz que se vislumbra en el horizonte, pero ya hay suficientes pruebas que auguran tiempos de ignominia y de menosprecio: Bildu a la cabeza. El abertzalismo se sabe potenciado por las conversaciones subterráneas en curso, con participación de representantes paragubernamentales, especialmente el oscuro Eguiguren, y la intervención de esa Comisión Internacional que seguramente, cuando estas líneas aparezcan, habrá emitido un comunicado con la aquiescencia de los etarras y del socialismo vasco, directa o indirectamente. Desconozco en este momento de qué irá tal comunicado, pero todo permite predecir que se tratará de un primer paso para la pacificación del País Vasco…, y un trato benigno a los terroristas que habrán aceptado pactar una salida decorosa, como afirmó el otro día Olabarría en un debate televisivo. Frente a los crímenes, decoro, no sea que tales asesinos se molesten ante una actitud contundente del Estado español y de los ciudadanos de tal Estado. Crimen y decoro. Una delicia política pero sobre todo ética.

Quien esto escribe es partidario de una política penitenciaria que lleva a la reinserción de los encarcelados, está claro. Toda persona merece ser tratada con mayor humanidad que la ejercida por ella misma contra los demás. En esto demuestra una democracia que tiene presente la doctrina de los derechos humanos. Pero cuando la naturaleza de la culpa alcanza límites determinados, entonces tanto el Estado como los ciudadanos no debieran confundir las responsabilidades adquiridas por los criminales con una actitud permisiva en el terreno de las penas correspondientes. Porque si se produjera esta confusión entonces el Estado y los ciudadanos demostrarían que están a merced de los asesinos quienes, llegado el momento de la verdad, imponen sus tesis como condición para abandonar su propia violencia. La paz de los cementerios. En tales circunstancias, serían las víctimas quienes pagarían la culpabilidad ajena, y para qué salieran adelante los derechos humanos de los asesinos, tendrían que ceder en los suyos y en los pocos que todavía tienen los muertos. En número de casi novecientos. Lo digo porque comienza a abrirse camino la barbaridad de que en toda esta negociación las víctimas tendrán que asumir amplios márgenes de dolor y de abnegación en beneficio de la paz. Es decir, de los etarras criminales.

Para nada podemos caer en un buenismo legal y político, como el que se nos echa encima desde varios ámbitos. Hágase justicia, y si fuere en detrimento de alguien, que lo sea en detrimento de los asesinos y nunca de las víctimas, relegadas a las lágrimas. Si tal atrocidad sucediera, entonces, al menos para mí, todos aquellos que hubieren participado en tal brutalidad, habrían perdido por completo toda autoridad moral para gobernarme o sugerirme lo más mínimo en orden a la justicia, a la eticidad y a la misma política. Serían unos pésimos gobernantes y unos pésimos representantes de la ciudadanía. Y no me sentiría afectado por lo que hubieran decidido. Así de sencillo. Otra cosa es que por razones estrictamente constitucionales, jamás dejara de respetar tales decisiones, pero por supuesto, no evitaría la censura más agria contra medidas que ofenden mi sentido de la justicia, de la libertad y de la mismísima paz. Repito: la paz de los cementerios. Y escribo todo lo anterior sin dejarme llevar por una espiritualista caridad cristiana, que en nuestro caso atentaría contra los derechos de los seres humanos pero también contra palabas tantas veces repetidas por Jesucristo en el Evangelio pero que preferimos olvidar. Al árbol se le conoce por los frutos y los frutos guardan el silencio de los muertos en los cementerios de España.

Rubalcaba, desde que fue ministro de Interior, desarrolló como objetivo pretendido por Zapatero, alcanzar la paz en Euskadi. Todos sabemos las argucias legales y policiales que ha procurado y amparado para llevar buen puerto esta misión prioritaria, sin mover un músculo, tal es su estilo. Pero que además ahora, ante unas elecciones en ciernes, se aprovechara de una determinada pacificación como rédito electoral, sería una bofetada democrática pero además una frivolidad ética. Diga lo que diga la Comisión Internacional ya citada. Antes de las elecciones, todos quietos. Después, ya veremos. Pero en todo caso, no cedamos a la ignominia de los asesinos y, por el contrario, custodiemos la memoria de los asesinados, conciudadanos nuestros. Contando con que los bustos por estos héroes deleznables se erigirán en el País Vasco para humillación de quienes nos hemos limitado a cumplir la legalidad constitucional. No caigamos en la trampa de una paz impuesta. De una paz a cualquier precio.