Dos hombres de mediana edad, uno de pelo plateado y otro calvo, conversan en la mesa de al lado a la mía, en la terraza madrileña donde me tomo el gin tonic de media tarde. La temperatura es tal que la realidad parece a punto de fundirse. Las palabras salen de las bocas con calentura, creo que es la primera vez que veo, u oigo, no sé, palabras con fiebre.

-Hace un año –dice ahora el hombre calvo– anillamos en Canarias a un indigente de unos cuarenta años.

-¿Qué quiere decir que anillasteis a un indigente?–pregunta el del pelo plateado.

-Pues que le colocamos una especie de pulsera en el tobillo y enviamos la información a todos nuestros centros.

-¿Y?

-A los tres meses fue atendido de una lipotimia en un ambulatorio de Madrid. A los seis meses, un voluntario de una ONG le dio de cenar en el centro de León. Quince días más tarde fue detectado en Cantabria, donde se apuntó en un curso de fotoshop gratuito ofrecido por un ayuntamiento de esa comunidad. Dos meses después, dejó rastros en un albergue para indigentes de Sevilla. Fíjate el recorrido que llevó a cabo en apenas nueves meses.

-¿Y ahora?

-Le hemos perdido la pista, pero tarde o temprano volveremos a saber de él, vivo o muerto.

-¿Y si muere por ahí?

-Le harán la autopsia y le descubrirán la pulsera.

-¿Pero por qué anilláis pobres?

-Como otros anillan cigüeñas, para conocer sus rutinas, sus costumbres viajeras, su esperanza de vida.

-Ya –concluyó con perplejidad el hombre del pelo plateado.

Ya, dije yo para mis adentros mientras me llevaba el vaso a la boca. Una hora más tarde, al abandonar la terraza, tras el tercer gin tonic, tropecé con un indigente que dormía en el Paseo de la Castellana. Me fijé en su tobillo y llevaba una pulsera de plástico donde se solicitaba a quien la viera que telefoneara a un número que memoricé. Todavía lo recuerdo, pero aún no he llamado.