Si se observa la situación de Europa con cierta perspectiva, se llegará fácilmente a la conclusión de que es absurdo que las dificultades por las que atraviesa Grecia, un pequeño país de mediano desarrollo, hayan contaminado tan gravísimamente a todo el Eurogrupo. Algunos datos incuestionables alimentan a este respecto la perplejidad: el PIB de los 17 países de la Eurozona es de 9.234.000 millones de euros, en tanto el de Grecia es de 266.000 millones, apenas el 2,88% del conjunto. La población griega tan sólo representa el 3,53% de la de la Eurozona.

La gran contrariedad que está poniendo en riesgo la continuidad del proceso integrador europeo, que nos amenaza con provocar otra gran recesión y que llega a desestabilizar la economía mundial es, pues, de dimensión ridícula. Tan ridícula que aunque hubiera que rescatar íntegramente a Grecia, la merma para la economía del conjunto apenas se resentiría.

Así las cosas, el diagnóstico no es difícil de hacer: lo grave no es el problema griego sino la fragilidad de Europa. Fragilidad estructural y también fragilidad política e ideológica que impide a los mediocres líderes tomar decisiones con cierta grandeza.