Uno de los ensayos más fascinantes que he leído este verano se titula Mothers and others. The evolutionary origins of mutual understanding, que podríamos traducir como "Las madres y los otros. Los orígenes evolutivos de la comprensión mutua". Lo ha escrito una antropóloga y primatóloga estadounidense, Sarah Blaffer Hrdy, quizá la máxima autoridad mundial en los fundamentos evolutivos de la maternidad, esto es, en aquellos aspectos del comportamiento de la madre que la unen con su pasado biológico. En una expresión que ha hecho fortuna, el filósofo español José Antonio Marina suele repetir que "para educar a un niño hace falta la tribu entera". Blaffer Hrdy demuestra que sucede así al menos desde el Pleistoceno, ya que, en la lucha por la supervivencia –escasez de comida, abundancia de depredadores–, los niños requerían ser cuidados no sólo por sus madres sino también por sus abuelos, padres, hermanos, tíos e, incluso, en ocasiones, por los vecinos. La capacidad de leer e interpretar las emociones de los demás, así como de empatizar con un desconocido, arranca del peculiar modo en que crecemos y nos educamos. Los niños nacen programados para sobrevivir en sociedad y, a su vez, eso ha permitido que nuestro desarrollo, sobre todo el emocional, tenga lugar gracias al entorno y en relación con él. Desde un punto de vista antropológico, la teoría de Blaffer pone en negro sobre blanco la evidencia de que, en todos nosotros, prima la condición filial. O dicho en otros términos, no hay humanización sin los demás, sin su ayuda y su respaldo, ya sean esos otros la familia, el pueblo o la comunidad.

Obviamente, el libro de Blaffer también propone cuestiones para hoy: ¿es posible una sociedad en la que el hombre se haya individualizado al máximo y privatizado la respuesta a todas sus necesidades? ¿Qué consecuencias puede tener sobre la crianza de los hijos la vida compartimentada de nuestros días, en la que las familias se disgregan con facilidad y en donde la comunicación se basa cada vez más en las redes sociales? Los psicólogos hablan de la importancia del apego seguro en los niños y de los efectos de su ausencia. Los niños con un apego seguro suelen ser más sociables, trabajan mejor en equipo y demuestran un mayor aplomo frente a los que disponen de un apego más inseguro. Hace quince mil años la situación era ligeramente distinta. Entonces primaba la supervivencia y había que proteger de un modo continuo y físico a los niños. La consecuencia era que, si el menor lograba llegar a la edad adulta, había adquirido una profunda inteligencia emocional. El miedo y el amor, con su alternancia, nos humanizaron y nos hicieron capaces de comprendernos a nosotros mismos en relación con los demás. En un mundo, sin embargo, donde el contacto físico resulta cada vez menos necesario, la pregunta que se plantea es de qué forma, si las circunstancias cambian, seguiremos siendo humanos. "No tengo ninguna duda –leemos al final de Mothers and others– de que, dentro de miles de años, el hombre continuará siendo bípedo y generando símbolos [...]. Lo que no sé con certeza es si entonces seguiremos siendo humanos con las características que ahora consideramos distintivas de nuestra especie –esto es, la empatía y la curiosidad acerca de las emociones de los demás".