Ahora que se acerca la llamada a las urnas y amenaza el desánimo que conducirá –si los dioses no lo remedian– a una abstención masiva, me pregunto si no habrá llegado el momento de reformar la ley electoral. Pero no al estilo que suele sugerirse, es decir, yendo a fórmulas estrictamente proporcionales, convirtiendo en obligatorio el voto, brindando listas abiertas o permitiendo gobernar a quien más escaños saque sino por medio de algo tan simple como ofrecer la posibilidad del voto negativo. Se definiría éste como una alternativa simple. Cualquier ciudadano elegiría entre una papeleta como las de ahora o un voto de castigo para que un determinado partido no gobierne. El veredicto salido de las urnas sería así el de una suma algebraica: el resultado de contar todos los votos digamos tradicionales restándoles luego los negativos que cada lista recibiese. Por supuesto que el mecanismo sólo funcionaría si ofreciese una alternativa absoluta entre el voto positivo y el negativo, de forma que quien opta por uno no pueda utilizar el otro.

El voto negativo sería el instrumento ideal para reflejar la actitud de quien, harto ya de tanta gazmoñería y de tan poco respeto hacia la inteligencia del elector, piensa abstenerse. Quizá no lo haga, incluso si no sabe a quién podría votar sin sentir luego asco, siempre que se le deje demostrar ante las urnas que incluso a la hora de las arcadas hay grados. A menudo se encuentra uno con verdaderas ceremonias del disparate político, o de la simple carencia de sentido común, pero no en la misma dosis. Siendo así, y sintiendo la necesidad de no premiar a nadie, puede que parezca buena idea el castigar más allá de la pataleta de la abstención que, en realidad, beneficia a quienes peores nos parecen.

Una prueba práctica del mecanismo del voto negativo sería el medio más económico, simple e inmediato para poder comprobar en qué medida los ciudadanos están por ese cambio. Si la abstención baja, ése sería un premio en sí mismo suficiente. Con el añadido de que el argumento que sostiene que, sumando la abstención y los votos a los demás, el ganador se ve en paños menores, quedaría en buena parte anulado. Quien se hiciera con el poder habría sido elegido tomando en cuenta a los que le apoyan y a los que le rechazan. Y si esa fórmula llevase a un terremoto en el arco parlamentario actual... Bueno, sería cosa de ver hacia dónde nos conduce una alternativa así, de momento inimaginable.

Tal vez sería adecuado el llevar a cabo una encuesta acerca del voto negativo como palanca de cambio. Quizá alguna fundación, universidad, diario, colegio profesional o simple club de amigos se animara incluso a realizar una simulación del voto teniendo en cuenta la posibilidad de elegir a favor o hacerlo en contra. Tengo para mí que los resultados iban a ser, como poco, interesantes. Algo que se echa en falta sin más que tomar en consideración el muermo agónico al que, entre tirios y troyanos, hemos logrado que se reduzcan las campañas electorales.