Un filósofo como Jean-Yves Lacoste ha reflexionado en algún momento sobre la dificultad – la imposibilidad, llega a afirmar - de pensar al niño y, sobre esta extrañeza, se levanta en parte el libro de la neurocientífica Lise Eliot, Pink Brain, Blue Brain. que indaga sobre las claves neurológicas de la inteligencia, así como sobre las diferencias de género, que se encuentran presentes desde el origen de nuestras vidas; aunque luego sean alimentadas, reforzadas, por la educación ambiental. Con la inteligencia se nace ­­­­­­­­–quizás en un cincuenta por ciento­-, pero sobre todo se construye de los modos más diversos: con la alimentación, por ejemplo –la influencia crucial de la lactancia materna o de ciertas grasas–, el modelo parental –autoritario, laxo…– o el colegio (a veces más que el colegio, el papel de uno u otro profesor). Pero Pink brain, Blue brain se pregunta también si la diferencia de género marca alguna diferencia: ¿de qué modo influye lo masculino y lo femenino?

De entrada la respuesta que nos da Eliot es que, en su base neurológica, la inteligencia masculina y la femenina se distinguen más en el matiz que en lo esencial. El niño goza de ventaja en la configuración de los espacios, en lo geométrico. La niña destaca en el campo lingüístico y social. Sin embargo, estas diferencias –no tan profundas como a veces se afirma– son reforzadas sistemáticamente a medida que los niños crecen. El niño, por ejemplo, practicando más deporte, que exige una mayor destreza en la coordinación visual y en el análisis del espacio. La niña dedicando su atención a los juegos de rol social o en la mayor atención en la lectoescritura. Diríamos que la genética se fortalece en el tiempo gracias a lo educativo. ¿Es ello recomendable? Eliot afirma que no, aunque entiendo que entramos ya aquí en un terreno moral. En todo caso, las neurociencias abren un campo de reflexión muy importante a la hora de definir las posibilidades de la educación. Por un lado reconocer que los puntos de partida de la inteligencia masculina y femenina no son exactamente los mismos. Por otro, preguntarse qué podemos hacer para atemperar las diferencias.

El ensayo de Lise Eliot incide en el papel que juegan los padres y los colegios. Un padre que estimula la psico-motricidad, la práctica del deporte o los juegos de construcción está contribuyendo a mejorar la inteligencia matemática de sus hijos. Un colegio que instituya la hora diaria de lectura o que fomente, en las etapas más tempranas, los juegos sociales estará ayudando, por su parte, a crear sinapsis lingüísticas en las mentes de sus alumnos. Lo interesante es comprobar de qué modo la ciencia ayuda a confirmar o no determinados postulados pedagógicos, sin que perdamos de vista una idea aristotélica de fondo: educamos para crecer, para mejorar, para llegar a ser definitivamente nosotros. Y en esa tensión entre la potencia y el acto, la ciencia –y en este caso, la neurología– tiene mucho que aportar y que enseñarnos.