Aquella tarde sumé todas las notas que había obtenido con mis láminas de Caligrafía, hice el promedio y lo multipliqué por dos. Hice lo mismo con las notas de teoría. El resultado lo sumé a la nota de las láminas y todo lo dividí por tres. Me acerque a la mesa del profesor y le enseñé el resultado: 5.19. Al verlo, aquel hombre murmuró, más bien para si –…sembla que encara aprovaràn més dels que jo pensava…

Aquel profesor era don Melcior Rosselló Simonet, el regente de la Escuela Aneja a la Normal de Palma. El año, era el 1960 y yo era –para don Melcior– "el hombre de la mala letra". Era una época triste en la que las personas y las ideas estaban encerradas en la cárcel mental del nacional catolicismo. Yo era uno de los muchachos que, probablemente a falta de algo mejor, se había matriculado para intentar ser maestro y estaba allí, con cerca de treinta compañeros encerrados en la prisión de las ideas, componiendo la nota final de una asignatura en un mundo pequeño, sin ni siquiera sospechar que al otro lado de las barreras había algo más.

Digo mal. Porque–unas pocas horas a la semana– teníamos un verdadero maestro con el que conseguíamos escapar de aquellas cárceles. Era don Melcior. No recuerdo cuantas asignaturas tenía cada uno de los tres cursos que recorrimos hasta conseguir el Título de Maestro de Primera Enseñanza. No, no lo recuerdo, porque todas aquellas asignaturas de inmediato quedaron olvidadas, envueltas en la niebla gris del aburrimiento inútil. Lo que sí recuerdo bien era lo corta que se hacía la hora y media que duraba cada clase cuando el profesor era don Melcior. El único de todos aquellos profesores que consiguió introducir en nuestras cabezas el significado de la educación. Nos daba clases de Caligrafía –ya lo dije al principio– pero, mucho más importante, dirigía nuestras prácticas de enseñanza.

De aquel tiempo y de aquella escuela sólo me quedan anécdotas, casi todas asociadas a los más lunáticos de los profesores que supuestamente nos enseñaban algo. Pero si en mí quedó algo serio, si medianamente conseguí ser un Maestro, fue gracias a don Melcior. Él fue una estrella de brillo único en un erial de adocenamiento. Mi letra no mejoró mucho, pero a él y a su ejemplo debo lo poco de bueno que he podido hacer en los años que llevo enseñando.

Pero don Melcior fue mucho más, porque no fui el único cuya vida quedó marcada por sus enseñanzas. Entre 1955 y 1981, don Melcior fue el maestro, de veintiséis promociones de maestros. Quizás un millar de personas que a su vez tuvieron en sus manos, durante más de cincuenta años, la educación de decenas de millares de niños mallorquines. Hasta el punto que debe ser muy difícil encontrar una persona en nuestra isla cuya educación no deba mucho –o todo– a don Melcior.

Por alguna razón misteriosa, todos tenemos que morir algún día. Hoy me llegó la noticia de la muerte de don Melcior y, pensando en su trabajo y en su vida, puedo decir una cosa hermosa: dejó un mundo mejor que el que encontró. Derramó una semilla que ha hecho que varias generaciones de seres humanos sean mejores personas y mejores ciudadanos. Y la influencia de don Melcior se expande, no desaparece. Cada uno de sus alumnos hizo mejores personas de los niños que tuvo en su aula y cada uno de estos niños hace mejores a sus hijos y a sus vecinos. La ola se expande más y más.

Decían los antiguos que una persona no moría mientras alguien recordaba su nombre. Muchos recordaremos el nombre de don Melcior, pero muchos otros habrá que nunca sabrán quien fue. Y sin embargo, habrán obtenido un beneficio enorme del paso de este gran maestro por el mundo. Su obra permanecerá.