En 1973 viví poco más de medio año en Granada, el tiempo suficiente como para no olvidar ya nunca la ciudad. Yo tenía diecisiete años y el mundo era un lugar amplio en posibilidades; Granada formaba parte de ese mundo. Recuerdo una mañana en la Plaza de la Universidad, frente al escaparate de una pequeña librería de la que no he olvidado el nombre: Don Quijote. En ese escaparate vi un libro azul turquesa con un nombre, Carlos Edmundo de Ory, y un título: Poesía 1945-1969. Sobre ese azul se veía el rostro de un hombre fotografiado de perfil y, sobre su cabeza, a ese mismo hombre, de pie, mirando hacia el lado opuesto a donde miraba su peana facial. El libro, además de la poesía, contenía fragmentos de su Diario, una colección de aforismos, los tres manifiestos del movimiento poético postista, y los textos de un taller de poesía que el poeta tenía en Amiens, ciudad francesa en la que vivía y en Francia ha muerto ahora, treinta y siete años más tarde.

En aquel momento yo no conocía la poesía de Ory y tenía una vaga idea de lo que había sido el Postismo (he de confesar que mi idea ahora es igual de vaga –apenas si lo distingo de cierto surrealismo–, porque la poesía no se hace en compañía y los movimientos son cosa más pariente de la estrategia que de la literatura). Pero el libro en sí me atrajo y al abrirlo y leer alguno de sus poemas, supe que estaba ante un poeta de verdad. De la misma estirpe que Vicente Aleixandre o Claudio Rodríguez, por ejemplo; de la misma o parecida que el recientemente fallecido Miguel Ángel Velasco. Con eso no quiero decir que fueran poetas siameses: cada poeta es único; pero sí que participaban de un culto imagístico -chamanes de las palabras y las palabras como imágenes- diferente al de los poetas más discursivos y racionales, más cercanos a mi forma de vivir la poesía.

Mirando la mesa de novedades, vi otro libro azul sobre el que había leído algún artículo en El Ideal de Granada. El título del libro ya llamaba de por sí la atención: Desde estas altas rocas innombrables pudiera verse el mar. Su autor: Pablo del Águila. Era un libro breve -ni siquiera llegaba a las cincuenta páginas- y parecía una edición de autor, cosa imposible porque Pablo del Águila –esa era la leyenda que corría por Granada– se había suicidado cinco años atrás. Abrí sus páginas y en uno de los poemas pude leer: os amo Luís Cernuda Rilke John Donne –frase que entendí como una contraseña– y leí también sobre las formas de vivir una ciudad y tuve suficiente: cogí el libro, lo emparejé con el de Ory y los compré. Desde entonces –y me he cambiado de casa bastantes veces– ambos libros azules han estado juntos, en el mismo estante, uno al lado del otro, pese a ser de distintos estilos y generaciones (Del Águila tendría ahora 64 años y De Ory ha muerto a los 87).

Pero vuelvo a Carlos Edmundo De Ory, del que no he llegado a irme nunca, porque nunca he de olvidar sus poemas Las palabras y Amo a una mujer de larga cabellera –uno de los mejores poemas erótico-amorosos de la poesía española del siglo XX–, ni sus aforismos bautizados como ´Aerolitos´ –apunto tres de muestra: El silencio es una rosa seca en mi cabeza, El instinto religioso de los pájaros migratorios, La luna es una obra maestra–, ni su afición a la escritura y publicación de sus Diarios, una tradición apenas existente entonces en nuestro país. Pero a todo eso he de añadir algo tan importante para mí como el valor de su literatura: su sentido de la independencia. Carlos Edmundo de Ory fue un poeta al margen –y fue uno de los que me enseñó que el margen es el lugar desde donde hablan y deben hablar el poeta y el escritor– y en ese margen construyó su vida y su poesía. Sin ayudas oficiales, ni premios oficiales, ni reconocimientos ajenos a los que le otorgaba la poesía en sí. Sin pertenecer a capillas, ni a mafias, ni tener apoyos internos o externos, patrios o antipatrios. Resulta estupendo ver como algunos de los que hoy le lloran no hicieron nunca nada por él, pese a que se mereciera El Premio de las Letras, o El Cervantes, o El Reina Sofía, o El Premio Nacional de Poesía -ninguno de sus libros lo obtuvo nunca-, tanto o más que otros. Pero al margen no suelen llegar los galardones como saben muy bien los que se pirran por estar en todos los saraos. De Ory se fue a vivir a Francia y en Francia ha muerto, libre como un pájaro, y yo he ido a buscar esa edición de su poesía, de cubiertas azul turquesa y con ella me ha venido el librito azul-prusia de Pablo del Águila y los paseos vespertinos por los jardines de La Alhambra, la cerveza del mismo nombre y el delicioso jamón curado en la Sierra; las horas altas de calor en el club militar La Hípica y el gran patio andaluz de la casa donde vivíamos, en Capitanía, y la sacristía de La Cartuja, tan barroca como una novela de Lezama o Sarduy, la plaza de Bib-Rambla, los alrededores de la catedral, El paseo de los Tristes, y uno de los libros que iluminaron esa temporada mía granadina: El gran momento de Mary Tribune, de Juan García Hortelano. Una novela magnífica que siempre he de asociar también al descubrimiento de la poesía de Carlos Edmundo de Ory y los versos de Pablo del Águila. Juntos en el mismo estante ambos libros azules, juntos ya para siempre ahora, los poetas cuyos libros uní por primera vez en una librería de la plaza de la Universidad, en Granada, allá por 1973.