Con buen sentido, el Gobierno del Estado ha frenado en seco la pretensión del alcalde de Madrid de continuar endeudándose tras el severo plan de ajuste encaminado a reducir drásticamente el déficit de todas las administraciones públicas. Ruiz-Gallardón lleva efectivamente dos años muy complicados en que la corporación que preside tiene problemas para sufragar incluso los gastos corrientes del, con diferencia, ayuntamiento más endeudado de España (su deuda asciende a 7.145 millones de euros, el 159% de sus ingresos anuales, cuando el siguiente en el ranking de endeudamiento, el de Valencia, no alcanza los 900 millones de euros). Es muy de lamentar que los proveedores y demás acreedores de la administración local madrileña encuentren dificultades para cobrar lo que es suyo pero en una democracia cada actor político debe aprender a asumir sus responsabilidades.

Madrid está como está actualmente porque su alcalde, un personaje singular con escasas simpatías en su propio partido y un innegable tirón popular, decidió emprender una obra faraónica –aquí sí es adecuado el tópico adjetivo-, el soterramiento de un largo tramo de la vía de circunvalación M-30, por criterios más estéticos y paisajísticos que urbanísticos y técnicos. Aquella decisión culminaba una gestión muy controvertible y personalista, cuyo éxito o fracaso político dependía, como era natural, de la coyuntura económica, es decir, de la capacidad del propio ayuntamiento para responder al arriesgado endeudamiento. Muchos opinamos en su momento que para endeudar una administración hasta comprometer decisivamente los presupuestos de los siguientes veinte años hacía falta un amplísimo consenso, que en este caso no existía, y que si no se lograba el acuerdo de las principales fuerzas, el compromiso no sería ni siquiera democrático porque enajenaría la futura voluntad popular.

Sea como sea, el disparate no sólo se consumó sino que se agravó a media que se materializaba. El presupuesto inicial del soterramiento de la M-30 fue de unos 1.700 millones de euros y el coste final terminó siendo de más de 6.000 millones, financiados a largo plazo.

Éste es el lastre que arrastra el Ayuntamiento de Madrid. Un lastre del que es políticamente responsable el alcalde. Además, su forma de gobernar ha sido dispendiosa y poco austera, como lo prueba el hecho de que haya destinado cerca de 500 millones de euros a la reforma de la nueva sede –el palacio de Comunicaciones de Cibeles-, o de que se dediquen cerca de 50 millones de euros anuales al alquiler de lujosas dependencias para ubicar en los barrios más caros de la ciudad los servicios municipales cuando el ayuntamiento posee cientos de locales y edificios infrautilizados o vacíos. No en vano la cordial enemiga de Gallardón, Esperanza Aguirre, ha recomendado al alcalde que para conseguir fondos recurra a una "desamortización".

Infortunadamente, la crisis está ahogando al ayuntamiento de Madrid, le impide prestar servicios esenciales y hace más sensibles sus crónicas carencias sociales, que debieron haber sido remediadas antes de acometer carísimas infraestructuras de dudosa rentabilidad. Este fallo garrafal es, en cualquier caso, culpa de quien, con mayoría absoluta, ha hecho y desecho a su antojo, hasta lograr un Madrid sin duda más bello pero también más deshumanizado, menos acogedor y más cruel con el sector más desintegrado de la población.