La política económica europea adolece últimamente de falta de claridad, y ha causado cierto estupor la recurrencia de la crisis de la deuda, que aflora con ímpetu en la pequeña Irlanda sin que la opinión pública acabe de entender por qué. He aquí algunas claves que ayuden a interpretar lo que ocurre.

Irlanda, el legendario "tigre celta" que creció a tasas superiores al 7% entre 1995 y 2007 para admiración de todos, es un pequeño país de 4,5 millones de habitantes, plenamente imbricado en el ámbito anglosajón. El secreto de su éxito fue una intensa liberalización económica, que atrajo grandes inversiones, tanto británicas como norteamericanas. Gracias a un sistema fiscal a la baja –el impuesto de sociedades ha llegado a ser del 12,5%-, consiguió adueñarse de buena parte de los flujos inversores trasatlánticos, ante la irritación de alemanes, franceses, etc., que nunca vieron con buenos ojos aquella política ultraliberal. La misma política que, al haberse configurado un sector público muy exiguo, hoy no es capaz de generar por sí sola la recuperación.

En las últimas reuniones del Consejo Europeo, Alemania y Francia, Merkel y Sarkozy, han empezado a barajar la idea de que los futuros planes de salvamento de los países con problemas deben contemplar la participación, al menos en parte, de los acreedores, de los tenedores de la deuda. Ello ha alarmado a los inversores. De hecho, ha sido el Reino Unido, que ni siquiera está en la Eurozona, el país que con más ímpetu ha salido a defender la intervención comunitaria de Irlanda. La razón es evidente: más de 220.000 millones de euros en bonos irlandeses están manos británicas.

Pero la alarma no ha sido arbitraria: el sistema financiero irlandés no levanta cabeza, ni después de los auxilios a sus bancos prestados por el BCE, ni siquiera tras recibir las generosas ayudas públicas de Dublín, que están siendo una especie de nacionalización encubierta y que han elevado el déficit público de Irlanda en 2010 hasta un asombroso 32% del PIB. Así las cosas, los acreedores dudan de que Irlanda pueda sanear el sistema financiero y pagar la deuda al mismo tiempo, por lo que reclaman el rescate. Un rescate que no será gratis ya que Alemania, secundada por la práctica totalidad de los países de la Eurozona, impondrá a los irlandeses el final del dumping fiscal y la obligación de subir sus principales impuestos para asegurar la devolución de las ayudas. La UE tiene ahora, en definitiva, una magnífica ocasión de poner los puntos sobre las íes al pequeño país que, además de hacer competencia desleal a los grandes, embarcó a Europa en un vertiginoso desastre al frustrar en referéndum el Tratado de Lisboa.

Las resistencias irlandesas a aceptar el rescate se deben evidentemente a razones de política interna. El Gobierno teme que la imagen de insolvencia que transmitirá al aceptar las ayudas le perjudique en las elecciones del próximo 25 de noviembre. Es obvio que este argumento no ha de impedir que la UE haga inflexiblemente lo que tenga que hacer ante sus razones de fuerza mayor.