La verdad es que te escribo estas líneas mucho más movido por un voluntarismo amigo y compañero, que por la confianza en que tu memoria obtenga algún lugar en las conciencias católicas y humanísticas de esta España nuestra, tan sometida a las exigencias del paro, de la corrupción y, sobre todo, de la desesperación de un cambio realista y en profundidad. Los españoles andamos mirándonos el ombligo, mi querido Ignacio, no por un designio histórico, antes bien porque hemos descubierto que el rey del bienestar está desnudo y a punto de desplomarse.

En tal coyuntura, recordarte a ti y a los demás amigos y compañeros asesinados hace ya 21 años en El Salvador, me parece que carece de lugar: somos animales momentáneos y coyunturales, nada más. Y la memoria histórica, que ahora anda de moda por estos lares, sirve para nada, más allá de esas pasiones familiares incorregibles. Ya ves. Pero me mantengo fiel a la tradición y escribo estas líneas para conmemorar ese momento álgido en que unos hombres, sacerdotes, religiosos, jesuitas, se entregaron a la muerte más vil para demostrarle al pueblo (qué palabra tan pasada de moda) que no estaba solo y que contaba con unos defensores dispuestos a dejarse la vida por su libertad y sus derechos inalienables. Se trata de una fidelidad de las muy pocas que no me abandonan, tras tantas experiencias que me hacen sospechar de todo lo humano y de tantas cosas aparentemente divinas. Ya ves.

Te diré que hace bastantes años que no me llego al lugar de tu muerte, por razones diferentes y complementarias. Dejadez, trabajo, reticencias, protagonismos y, sobre todo, una sensación de ser un voyeur más entre tantos que se acercan a vuestras tumbas para la foto de rigor. En fin, que el hecho es un distanciamiento geográfico en aumento y a su vez una identificación moral cada vez más profunda. Porque, como tantas veces escribiste tú mismo, lo importante no es pasarse unos meses entre la injusticia y la violencia y más tarde retornar al desarrollo maravilloso y cómodo para contarlo en los medios. Nada de eso. Importa permanecer ahí o, por el contrario, trasladar la praxis salvadoreña a las circunstancias occidentales, no tanto en las formas antes bien en los criterios. Siempre con los pobres donde quiera que están y con los perseguíos por los prepotentes y con los aniquilados por la violencia social o política, y con los desheredados no de la fortuna sino de la propia dignidad de hijos de Dios y de la Humanidad.

En mi primer viaje, meses después de tu muerte, en mayo de 1990, me dijo Jon Sobrino que estaba harto de quienes se pasaban la vida mirando al crimen perpetrado en El Salvador y no eran capaces de morir, aunque fuera mínimamente, aquí, en Europa o en Norteamérica o en Canadá. Porque vosotros ya habíais sido asesinados y lo importante, por lo tanto, no eran miradas nostálgicas, lo importante eran proyectar los criterios que os llevaron a la muerte, estuviéramos donde fuere del mundo contento de sí mismo pero donde también se producen pobreza y violencia y aniquilamiento del ser humano. En Palma de Mallorca. En Madrid. En París. En Quebec. Sin guerra civil declarada pero con una situación semejante en la práctica, con una especie de guerra civil legislada por la injusticia del dinero. Y nadie te ha interpretado tan bien como Jon Sobrino, ahora tan delicado por mor de una diabetes progresiva. Pobre Jon: viviendo con la tristeza de no haber muerto con sus compañeros de comunidad, contigo mismo, y comprobando cómo su legado se pierde con el tiempo. El tiempo, la memoria, el pasado. La nada de nada.

Por aquí, pues qué quieres que te diga. Seguimos anclados en una especie de permanente guerra de todos contra todos, en base a ese dogmatismo tan hispano que nos lleva a declarar enemigo al adversario político. Dedicamos horas y horas a decirnos barbaridades mientras los grandes problemas permanecen estancados y sin solución a corto plazo. La riqueza nos obnubiló y ahora nos descubrimos pobres de soluciones pero también de recursos. Flojo, muy flojo nuestro gobierno de una pretendida izquierda que te sacaría de quicio. Pero no te preocupes por nosotros. Sigue empeñado en que los verdaderos pobres de esta tierra desciendan de su cruz y obtengan los derechos que les hacen dignos hombres y mujeres. Nosotros, es verdad que sin correr especiales riesgos, intentaremos hacer lo mismo, por lo menos un poquito.

Descansa en la gloria del Padre. Y dile a Ignacio de Loyola que no tengamos miedo. Que como rezaba el primer motivo en vuestras tumbas: "No lucharemos por la justicia sin pagar un alto precio". Pues eso. Abrazos fuertes y hasta la definitiva vista. Siempre tuyo.