Siete años y más de 100.000 muertos después, el ex presidente George Bush sigue convencido de que la guerra de Irak valió la pena (la pena que hizo pasar a los iraquíes, se entiende). Para celebrarlo, el productor de la Guerra del Golfo (II parte) acaba de publicar unas memorias en las que defiende el uso de la tortura contra el enemigo e incluso contra sus eventuales lectores, a quienes aplica el suplicio de un libro de casi 500 páginas. Decididamente, este hombre es un tormento.

A él, en cambio, no se le intuye particularmente atormentado por las consecuencias de aquel despropósito. Bien al contrario, sus recuerdos de la guerra abundan en detalles de ternura como la carta que escribió a su padre, George Bush el Viejo, horas después de haber dado la orden de invasión. La nota comienza con un entrañable: "Querido papá" y termina con un no menos emotivo: "Ahora sé lo que tú sentiste", en alusión a la primera guerra desatada por su progenitor en tierras de Mesopotamia. Se conoce que esto de invadir un país puede llegar a ser una costumbre hereditaria e incluso un rasgo de familia.

Al igual que su padre, el joven aunque ya sexagenario Bush prefirió los dudosos triunfos bélicos al más productivo cuidado de las finanzas. Su predecesor Bill Clinton, más partidario de las dulces batallas de cama y despacho, tenía enmarcado en una pared el lema: "¡La economía, imbécil!"; y gracias a ese oportuno recordatorio dejó un mucho más agradable recuerdo de su presidencia. Contra viento y becarias, su popularidad sigue excediendo notablemente a la de los Bush.

Si el lascivo Clinton atendía a las leyes de Venus, al piadoso Bush lo regían más bien las influencias de Marte. De lo que se deduce que, cuando menos desde un punto de vista astrológico, los gobernantes beatos pueden ser mucho más peligrosos que los aquejados de incontinencia de bragueta. Por no hablar ya de los abstemios, condición de la que se ufana Bush en sus memorias de bebedor arrepentido que –para desgracia de los iraquíes– optó por dejar radicalmente ese vicio a los cuarenta años.

Recuperada la claridad de pensamiento, Bush no duda ahora en calificar de "visionario" al ex presidente español José María Aznar, que protagonizó junto al británico Tony Blair y él mismo aquella fotografía con aroma a petróleo del Trío de la Bencina en las Azores. Visionario puede significar alucinado, soñador o idealista, aunque lo más probable es que Bush se refiera al que literalmente ve visiones en las que se le aparecen unas imaginarias armas de destrucción masiva, como las que sirvieron de pretexto a la guerra de Irak. Quién sabe.

La búsqueda infructuosa de aquellas armas costó más de cien mil muertos y la multiplicación del terrorismo que se pretendía erradicar; pero aun así el ex presidente que soltó los perros de la guerra sigue considerando asumible la factura. Lo decía en la carta a su querido papá y lo repite en sus memorias: el mundo es un lugar más seguro sin Sadam Husein, aunque para alcanzar tan pírrico objetivo haya que alfombrar un país de bombas.

Corto de memoria pese al nada memorable libro de recuerdos que ahora publica, Bush parece olvidar el apoyo que Estados Unidos prestó al inicuo Husein allá por los años ochenta, cuando Sadam era el bueno de la película y el papel de malo le tocaba al ayatolá Jomeini. Un presidente no puede estar en todo: y acaso sea esa la razón por la que también ignore la ayuda que el gobierno norteamericano proporcionó a los talibanes con la elogiable intención de chinchar a los rusos que habían invadido Afganistán.

Probablemente confundido por ese tenaz intercambio de papeles entre buenos y malos, Bush ha encontrado al fin en la tortura su particular bálsamo de Fierabrás para arreglar cualquier problema sin más que meter al causante bajo el agua del baño (o "waterboarding", que suena mejor). Asusta pensar en qué manos está a veces el mundo.

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