Cuando Franco agonizaba en La Paz, la propia prensa española explicaba más o menos entre líneas que los Estados Unidos –Kissinger era entonces secretario de Estado del presidente Ford– estaban detrás de la pretensión marroquí de adueñarse sin mayor demora del Sahara Occidental, una provincia española desde 1958. En aquella hora de vacío de poder en España, el único riesgo que preocupaba a Arias Navarro era que los militares españoles desplegados en el Sáhara cayeran en la tentación de seguir los pasos de los portugueses, que habían puesto fin a la dictadura apenas unos meses antes.

Para Washington, aquel asunto, en plena Guerra Fría, con la Argelia del general Boumedienne en el grupo de los no alineados, no tenía discusión posible: era preciso impedir que Argelia tuviera una salida al Océano Atlántico y fortalecer el régimen del incondicional Hassan II. España, en pos de una Transición sumamente difícil, no tuvo fuerzas para imponer su voluntad autodeterminista para el Sáhara Occidental. En parte, por los equilibrios reinantes; y en parte, también, porque el proyecto de independencia era poco realista: el inmenso territorio saharaui, de unos 350.000 kilómetros cuadrados, apenas tenía una población de poco más de 70.000 habitantes. Presa fácil para cualquier ambición.

En esta indefinición han transcurrido los últimos 35 años. El Frente Polisario, creado en mayo de 1973 para protagonizar el proceso de independencia del país –de Saguía el Hamra y Río de Oro, que ésta era la denominación adoptada para el acrónimo ´polisario´–, que proclamó en 1976 la República Árabe Saharaui Democrática (RASD) –reconocida por 85 países–, se mantuvo en guerra con Marruecos hasta 1991. Firmado el alto el fuego bajo los auspicios de la ONU sobre el acuerdo de un referéndum en 1992, éste no se ha producido todavía. Y Marruecos, que ya ostenta la soberanía de hecho sobre el territorio, pretende que la hipótesis independentista sea sustituida por una autonomía dentro del Estado marroquí.

En política exterior, no siempre la racionalidad puede conjugarse del todo con los valores morales, con la responsabilidad histórica y con el realismo diplomático y económico. La España de hoy no puede desentenderse de la población saharahui, que mantiene estrechos lazos idiomáticos y culturales con nosotros, pero tampoco puede supeditar su instalación en el concierto internacional a dicha relación. Marruecos no es plenamente una democracia al estilo occidental pero es una valiosa barrera contra el islamismo radical y una garantía de estabilidad para Europa, por lo que España, que es frontera con el Norte de África, tiene la obligación de conjugar todos los aspectos del problema. Al cabo, la diplomacia no es una pueril clasificación del otro en las categorías de amigos y enemigos sino el arte de acoplar intereses y de combinar amistades y alianzas.

Así las cosas, es descabellado pretender que el Gobierno criminalice rotundamente a Rabat por los vidriosos incidentes de El Aaiun como lo es también que se desentienda de los presuntos abusos que allí se han cometido, pero que de momento no tienen en absoluto el aspecto de un "genocidio" como algunos radicales han dicho. Es muy fácil hacer demagogia en plena inflamación, pero la ciudadanía es sin duda capaz de aplicar la debida sutileza a la valoración de este contencioso difuso cuyo manejo requiere tanta prudencia como habilidad.