Anteayer, a eso de las cuatro y pico de la tarde, entendí lo que somos. Viendo la última carrera de la Fórmula 1 en la televisión, celebrada, por cierto, en un circuito que podría considerarse como el compendio mismo de las razones acerca de por qué nuestro mundo va como va (derroche + absurdo + lujo casposo = miseria) me di cuenta de que la estrategia equivocada de Ferrari suponía toda una tragedia nacional. En contra de lo deseado en este país de nuestros desvelos, iba a ganar un piloto de la escudería que, por otra parte, había contado a lo largo de toda la temporada con el mejor coche y las mejores ocasiones para hacerse con el título mundial. Pero no aquél en quien caían todos nuestros odios, el australiano Weber, sino su compañero hasta entonces dado por puro desecho, incluso objeto de mofa al negarse a rendir sus muy escasas posibilidades en favor del pragmatismo, de las componendas y del apaño.

Durante los días anteriores a la prueba de Abu Dhabi, cuanto comentarista hay en España, ya sea profesional o amateur, entendido o ignorante, se había reído de la escudería Red Bull por no haber trampeado las últimas carreras obligando a Vettel, campeón a la postre, a ceder el paso a Weber. Cuando los responsables de Red Bull dijeron que no iban a dar ni antes ni después órdenes de equipo, se les hizo burla. Pero resulta que con esa estrategia tenida por suicida y propia de imbéciles, fiándolo todo a quien mejor supiese manejar las muchas claves de la categoría reina del automovilismo y negándose a hacer trampas, Red Bull ha ganado el campeonato de marcas y el de pilotos. Todo.

Cualquiera que se interese por el deporte, incluso cuando es, en realidad, puro espectáculo, debería alegrarse de que el alarde de lo que, como reconocimiento a los valores anglosajones, se conoce como fair play haya conducido a tal resultado. Pero no. Los inefables locutores de la cadena de televisión que transmitía para España la prueba maldecían a Schumacher por su accidente que hizo salir al coche de seguridad, a Massa por no estorbar a ningún contrincante de Fernando Alonso, a Petrov por su osadía de ser tan rápido y a la divinidad por no hacer que los Red Bulls se rompieran. En lo que supone ya rizar el rizo más alambicado, llegaron incluso a desear que Hamilton, el Satanás Hamilton, le ganase a Vettel la carrera. Lo que fuese con tal de que sailiera campeón el de casa. Si eso lo hubiese hecho un catalán respecto de cualquier ilerdense, o un vasco refiriéndose a alguien de Oyarzun, se le habría tachado de nacionalista furibundo, antideportivo y canalla.

La victoria de Vettel ha sido hermosa no tanto por lo inesperada como por la manera en que se ha producido. Es un homenaje a los valores más profundos del deporte, actividad que, no lo olvidemos, cuenta con grandes dosis de azar. Y, como principio fundamental, ha de renegar de las trampas. Lástima que la historia no vaya a servir para que aprendamos que lo que hay que tener no es aquello que decíamos todos un día antes.