El peso de la tradición católica es sin duda un lastre que dificulta grandemente la promoción de la mujer, su equiparación legal y social con el hombre, su emancipación del sometimiento machista que ha imperado como un rasgo cultural durante siglos en nuestro país y, en general, en todo el ámbito de influencia de la Iglesia de Roma (y de las demás religiones del Libro, todas ellas misóginas, pero ésta es otra cuestión que nos atañe más indirectamente).

E, infortunadamente, la visita de Benedicto XVI a España ha demostrado que pocas cosas han cambiado a este respecto: en un momento en que está sujeto a debate el veto dogmático que impide a la mujer acceder al sacerdocio, lo que la relega a papeles secundarios, ha podido constatarse que durante toda la visita papal, a Santiago de Compostela y Barcelona, la mujer tan sólo ha adquirido presencia pública una vez y en una tesitura humillante: a la hora de limpiar el altar de la Sagrada Familia después de que el jefe de la Iglesia lo hubiera ungido con el óleo ritual. La mujer, en la Iglesia, es la fregona de las sacristías.

Es obvio que las religiones son muy dueñas de mantener sus liturgias como crean conveniente, pero esta postergación de la mujer a funciones mínimas, que suele ir acompañada con declaraciones de alborozo por parte de quienes dicen sentirse realizadas al prestar estos servicios secundarios, refleja una concepción del género humano y del mundo que no es compatible con determinados valores de civilización y desarrollo moral que están en la génesis de nuestro pluralismo laico y humanista.